Un paso más
Se estableció, como estaba previsto, el euro. Con cierto retraso horario, desde luego; por obra, principalmente, del señor Chirac, que hizo un número nocturno, ridículamente resuelto mediante el salvador cambio de perspectivas temporales del señor Duisenberg que, por lo visto, se resiste a trabajar hasta los 71 años (si ahora tiene, como dicen, 63), a pesar de lo cual ansía el puesto; nada de extrañar esa preferencia anunciada por la molicie a los 67 años, aunque se trate de un banquero holandés.No es nuevo que, una vez más, las salpicaduras de la política no hayan afectado al asunto central, que también es político, desde luego. Hacer la Comunidad Europea, el Mercado Único, la Unión Europea, la moneda única, puede decirse que son cuestiones políticas. Pero también puede decirse que no han solido ser asuntos de la política en cuanto sujeta a lucha electoral. Como si las grandes cuestiones se hubieran ido dejando ahí, fuera de la mezquindad que inunda las contiendas electorales, donde lo importante no es el qué, sino el quién va a estar en la cabeza.
Es curioso que, desde sus inicios, en el ámbito comunitario se han ido asentando principios que, dejados a su aire, digamos a las exigencias de un desarrollo racional, han ido produciendo efectos que, beneficiosos para todos, iban quedando al margen de la demagogia que parece inevitable cuando hay elecciones por medio. La Comunidad ha sido algo así como un reducto de racionalidad al abrigo de la demagogia. Yo no sé si ha sido algo buscado, o encontrado, pero así parece.
El Tratado de Roma, allá hace cuarenta años, proclamó dos principios que, una vez establecidos, se han dejado a reparo de los vaivenes: el de supresión de barreras arancelarias y otras, y el de libre competencia. En la medida en que se desarrollaban, daban frutos aceptables para todos los discrepantes políticos (exceptuados los que querían "otra cosa" más o menos marxista-leninista-stalinista), y nadie los ponía en duda; con todos los cambios de Gobierno que ha habido en cuarenta años en tantos países europeos, nadie ha sometido a discusión electoral el principio de libre competencia, a pesar de su apariencia contraria a la fe estatalista de algunos. De ahí vino el IVA, y el IVA comunitario, y los principios de eficiencia en los sistemas tributarios, y tantas y tantas cosas más. Y lo que da frutos aceptables, y responde a una lógica, refuerza la idea de racionalidad y, además, crea situaciones irreversibles. De vez en cuando, ha habido parones en el desarrollo lógico, o impulsos adicionales para avanzar a un estadio superior de integración. Pero se han ido imponiendo esas lógicas racionales, como si estuvieran, repito, al abrigo de la política del día a día.
Al fin hemos llegado al euro, y, además, la política monetaria se encomienda a un Banco Central Europeo, independiente casi de las autoridades comunitarias, con la misión expresa de mantener la estabilidad monetaria; se establece un tipo de racionalidad económica, y se le deja (se le obliga a) funcionar en coherencia con su principio creador.
A título personal, expreso mi satisfacción por el hecho en sí, más que por su contenido; nos hemos pertrechado de buenos parapetos frente a alguna demagogia, frente a tentaciones contrarias a la libertad, frente a redentores y salvadores, o simples arbitristas. Me parece, a veces, estar en un país que nada tiene que ver con el de mi niñez y juventud, y aún más tarde; parece, debe ser cosa de la experiencia personal, que nos despertamos, en su momento, de un mal sueño, y que ya no podemos volver. Aunque ya se sabe que nada es definitivo.
Estos ámbitos son como una cámara acorazada que nadie va a querer forzar; ni va a poder, porque cualquier modificación necesitaría un acuerdo tan amplio que excluye las veleidades y el oportunismo. Pero configuran nuestras vidas más que mucha palabrería que atrona a diario nuestros oídos; quizá hay aquí una cierta sabiduría. Aunque detrás está flotando eso que llamamos el déficit democrático, y la esperanza de llegar a un futuro políticamente más integrado, en el que la política interna de los Estados estaría más cerca de una cuestión municipal o territorial limitada. Así se ha construido ya un gran edificio funcional y, más que inacabado, susceptible de ampliación. A pesar de los derrotes de los diversos orgullos nacionales y otras idiosincrasias. Veremos.
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