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Un día con Ángel

Hoy no quiero que la realidad me estropee una buena noticia. Ya sé que, según las leyes de este oficio periodístico, que nunca fue ciencia, las buenas noticias nunca son noticia.Hasta el becario más bisoño sabe que si le encargan la encomienda de hacer un reportaje sobre la primavera es para que hable de los síndromes alérgicos y no de los esplendores botánicos.

Pero la primavera, que es en Madrid cicatera y esquiva, se ha presentado hoy como noticia de estreno. Entre pedrisco y ventolera, temporal y nublado, se abre un día claro y esplendoroso que quizá no dure más que lo justo para que sequen sus ropas los isidros y dejen de maldecir los taurinos al santo patrón, que por mucho que haya cambiado el territorio de su patronazgo sigue siendo un santo agrícola y, por lo tanto, dispensador de lluvias.

La ciudad se presenta con la cara lavada, subidas las persianas, rozagantes los tiestos de los balcones. El sol calienta los huesos de los jubilados que atestan los bancos de los parques, se cuela en los escotes descocados, espejea sobre las piernas y los brazos liberados de las muchachas en flor...y amenaza la ecuanimidad del cronista que baja la guardia y se embriaga con el rancio perfume del costumbrismo, un punto lírico, un ápice cursi.

Ya sé que no es el momento más indicado para andarse por las ramas, nunca lo es, pero hoy quizá menos que nunca, porque hoy en Madrid hace tiempo de emociones primarias, instintos básicos, bajas pasiones y tensiones subterráneas.

Mejor así, el cronista solicita un descanso, una tregua en la batalla de Madrid, un recreo, unas horas para salir de paseo y reconciliarse un poco con su ciudad. No voy solo, me acompaña en esta escapada, encerrado entre las páginas de un libro, Emiliano Rodríguez Ángel, novelista, ilustrado y ameno cronista de esta villa y corte, fallecido en el año 1928 cuando contaba con 45 años de edad.

A Emiliano me lo presentó hace unos días mi amigo Vicente Araguas que me hizo llegar El dulce Madrid de Rodríguez Ángel, un texto recopilatorio editado en el año de 1951 bajo los auspicios del ilustre Ayuntamiento madrileño.

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No hay mejor compañía que la de este ilustre y olvidado cronista si se pretende evitar la controversia, soslayar la crítica y obviar la polémica porque Rodríguez Ángel, al menos en este angélico libro, se muestra como un experimentado y amable guía del Madrid mesocrático, poeta de lo cotidiano que elude la trivialidad con sus finas dotes de observación y su atildada prosa.

Emiliano recorre la ciudad como un voyer sin morbo, es el transeúnte que atisba por los balcones entreabiertos, "una de las alegrías más mansas si queréis, pero más penetrantes para su curiosidad", el que se sienta, solitario, en un banco del parque, en un ángulo del café, en un rincón de la sala de baile y calle, y observa y escribe.

Nada importante, nada que no pase todos los días. Pero, paseando con Emiliano Rodríguez Ángel, la nadería trasciende en cien detalles, cien pequeñas historias sin cabida en las páginas de sucesos, cien fragmentos de realidad no virtual.

En la dedicatoria de uno de sus más importantes libros titulado Madrid sentimental, Emiliano Rodríguez Ángel escribió: "Para vosotras, las frívolas, las sentimentales, las feas, las que reís en toda la semana y soñáis en todos los domingos; para los veinte años de mis amigos que ya no los tienen; para las calles soleadas de mi Madrid, para las alamedas propicias de La Moncloa, para las acacias de los bulevares; para las aceras en días claros, donde brota el requiebro y se desvanece la meditación; para los merenderos y los organillos; para las novias de las ocho de la noche; para los que viven sin ruido mundado y en fraternal círculo cuchichean velando a la vida, que lucha, odia y ruge, es este libro sencillo de un muchacho que oyó una vez hablar de Madrid, y se detuvo, y se alborozó, y llegó tarde a la oficina".

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