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Tribuna
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Clase de tropa

Antonio Muñoz Molina

Uno nunca sabe qué detalle trivial va a cambiarle para siempre la vida. Michel Domínguez no estaría hoy declarando como acusado en el Tribunal Supremo y su vida de los últimos catorce años no habría sido la misma si no fuera por la circunstancia de que habla francés. Ante cada figura de esta trama es preciso imaginar cómo era en diciembre de 1983: Michel Domínguez era un inspector muy joven, casi recién ingresado, que tenía la simple tarea de tomar huellas digitales, ni siquiera de estudiarlas o de interpretarlas. Como declara uno de sus superiores de entonces, el comisario Sáiz Oceja, los que se encargaron del trabajo menor eran pipiolos: recién llegados, dóciles, abrumados por el trabajo, perdidos en una ciudad extraña y hostil, Bilbao, en la época más sanguinaria del terrorismo. A Michel Domínguez, inspector novato, con una de esas caras juveniles que duran hasta muy entrada la edad madura, uno de sus jefes lo llamó un día de diciembre de 1983 y le preguntó si había matado a alguien y si estaría dispuesto a matar: también le dijo que pensaba encargarle trabajos de vigilancia en el sur de Francia, dado que sabía francés, hecho extraordinario entre los policías.Lo llevaron en un coche hacia la provincia de Santander: el coche se detuvo en un alto, le indicaron que bajara caminando hacia una cabaña, donde había un hombre encapuchado y en pijama, un hombre al que debía hablarle en francés, para tranquilizarlo, para decirle que no corría peligro, que no lo iban a matar . Otros policías lo vigilaban: inspectores jóvenes como él mismo, pipiolos, clase de tropa, cansados después de diez días de permanecer en la cabaña junto al hombre encapuchado, sin saber nada, dicen ahora, sin que nadie les hubiera dicho su nombre ni el motivo de su secuestro, que ellos llaman siempre, sanitariamente, detención.

Clase de tropa: en el barullo de la la antesala del juicio todo el mundo se mezcla, acusadores y acusados, reporteros, policías y pringados sin graduación. Hay ojos que miran de soslayo y miradas que nunca se cruzan; los peores enemigos se dan la espalda a menos de un metro de distancia.

En ese confuso reparto, entre humo de cigarrillos, rumor de togas y pitidos de teléfonos móviles, distingo el primer día a un grupo homogéneo y opaco, hombres de gafas grandes y oscuras, de barbas negras y muy pobladas, de trajes con un empaque entre ceremonial y funerario, de cautelosos conciliábulos: son, me entero luego, los pipiolos de hace quince años, los dos inspectores recién ingresados a los que les tocó por azar, o por simple jerarquía, encargarse de la parte menos llamativa del trabajo, los últimos en la cadena de mando y en el reparto de la farsa, los que llevaban y traían comida y cortaban leña y mataban las horas en la cabaña vigilando al hombre en pijama, los que no llegaron a saber su nombre ni a ver su cara. Se sientan juntos los dos, los inspectores Hens y Corujo, llevan las mismas gafas, los mismos trajes, barbas idénticas, tienen la misma envergadura tosca y fornida de secundarios eficaces, de sólidos machacas; se mueven y hablan con una sincronía de flamencos lúgubres, de palmeros sombríos tras la negrura de las gafas negras, de los trajes negros, de las barbas negras.

En el curso de la mañana se advierten algunas diferencias: Hens es más expansivo, Corujo más reservado, más oscuro. Los dos confiesan que no hablaban ni una palabra de francés y que en aquellos tiempos jamás leían el periódico, en lo cual coinciden con Michel Domínguez. Tampoco leían libros ni revistas, ni siquiera en los diez días que pasaron aislados en la cabaña junto a Segundo Marey. El fiscal les pregunta si cuando recibían la comida les llevaban también algún periódico, algún libro para matar el tiempo, y ellos dicen que no: por el tono en que lo dicen se nota que jamás llegaron a considerar esa posibilidad.

Uno piensa que si se dedicaban a reunir información acerca del terrorismo y de sus complicidades y caldos de cultivo en el País Vasco quizás les habría sido de alguna utilidad mirar de vez en cuando los periódicos, y que para investigar los santuarios terroristas del sur de Francia habrían hecho falta unos cuantos inspectores con conocimientos de francés. Obviamente, diría José Amedo, evidentemente: pero allí el único que sabía francés era Michel Domínguez, y por culpa de eso ahora se encuentra entre los acusados, todavía con una cara franca de inexperiencia y asombro, a los cuarenta años, como si no acabara de explicarse lo que le ocurrió, los años de gloria y juerga y los de cautiverio, la posible conciencia de haber sido utilizado, sometido a chantaje, forzado a convertirse en figurante y peón, primero de un delirio inepto de hazañas de alcantarilla y luego de una vasta trama de derribo político. Cumplía órdenes, dice, igual que los inspectores de las gafas oscuras, obedecían todos designios inapelables que venían de arriba. Compartían con el detenido latas de sabrosa fabada en conserva, recuerda uno de ellos, procuraban tranquilizarlo cuando él les preguntaba, ciego bajo la capucha, aterrado, en pijama, si lo iban a matar.

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