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Tribuna
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El capote

La capa fue el instrumento natural de los toreadores. Armada sobre un palo, la utilizaban los matatoros en el siglo XIV para cumplir su cometido.El Diccionario de la lengua española define así el vocablo muleta en su segunda acepción: «Bastón o palo que lleva pendiente a lo largo un paño o capa, comúnmente encarnada, de que se sirve el torero para engañar al toro y hacerle bajar la cabeza cuando va a matarlo».

Si Pepe Illo, que murió en Madrid en 1801, nos cuenta en su tauromaquia (1796) la forma de armar la muleta con un capotillo, debemos considerar que, como la entendemos en la actualidad, no apareció hasta bien entrado el siglo XIX. La capa, pues, es el utensilio más antiguo en tauromaquia.

Con ella se recibe al toro, se lidia, coloca ante el caballo, acomoda para banderillear y ayuda a descabellar. Es elemento principal en el quite, crea belleza, es eficaz, previene percances y salva muchas vidas. Uno de los instantes más hermosos de lo que va de feria se produjo el pasado día 28. El banderillero José Castilla resbaló ante los cuernos; la cogida, inminente. El director de lidia, Manuel Caballero, correctamente situado, interpuso su capote y nada pasó. Ovación...

El capote, previo hermoso reservado a los privilegiados, es una maravillosa excepción en la tarde torera. A su través se adivina la disposición al triunfo de cada torero. Incluso la forma de liarse en el de oro informa de la decisión de los diestros.

La verónica, una de las máximas expresiones de belleza torera, enciende el ánimo del espectador por su composición emoción-estética, se ejecuta cuando el toro muestra toda su potencia y velocidad. Templar o templarse con la capa es tarea difícil, no alcanzable por todos.

Al sujetar el capote con ambas manos, el torero debe sincronizar sus movimientos y adecuar la altura de ambas para que el todo del lance sea armonioso, estético y ajustado a la velocidad del animal. Requiere presteza, agilidad mental y física con el fin de ganarle terreno a la res.

La media verónica, un poema barroco y arriesgado, precisa templanza para rebozarse por los costillares del toro sin descomponer la belleza del instante y salir marchosos del trance.

La variedad en los quites, prohibitiva en esta época de toros cansinos, era y debería ser la alegría del primer tercio que, brutalmente hermoso, necesita el refresco artístico aportado por los lances, remates, revoleras, adornos, etcétera.

Los capotes están activos durante toda la lidia, por ello son elementales para consumarla. Un buen lance a tiempo de un banderillero descubre cualidades o defectos de un toro, siempre que se realice con suavidad y largura. Por el contrario, si es corto, alto y sin templanza, acentúa querencias y vicios.

Los matadores calibran mucho de sus subalternos la forma de manejar la «manta». Los más cotizados, los que apenas se les nota y siempre están en el lugar preciso y dan los capotazos justos. Los que, con su buen hacer, son capaces de descubrir un toro, valen un potosí.

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