Apuesta irlandesa
LOS RESULTADOS del doble referéndum celebrado en las dos Irlandas permiten poner en marcha el complicado mecanismo ideado para favorecer la convivencia en la del Norte entre católicos y protestantes. Quienes han propugnado el sí en sus respectivas comunidades lo han hecho argumentando que el acuerdo favorecía sus intereses propios. Sin embargo, el distinto respaldo logrado por el sí en cada comunidad indica que esa satisfacción se reparte de manera asimétrica: casi todos los católicos han votado a favor del acuerdo, pero sólo la mitad de los protestantes. Esa distinta percepción deberá ser tenida en cuenta, pero el dato no podrá ser alegado contra el acuerdo por parte de los unionistas si no quieren que los católicos rechacen a su vez el mantenimiento del actual statu quo con el argumento de que la mayoría de su comunidad es partidaria de la reunificación.Los resultados son lógicos y esperanzadores. Lógicos, porque ya se sabía que cualquier cambio en el entramado institucional favorecía en principio a los católicos, cuya conciencia de minoría discriminada dio origen a esta última fase del conflicto. Esperanzadores, porque la participación ha sido alta -en torno al 80%- y la reticencia de un sector de la comunidad protestante no parece suficiente como para bloquear el proceso que se pondrá en marcha tras las elecciones autonómicas del 25 de junio. De ellas saldrán unas instituciones con presencia de representantes de ambas comunidades y funcionamiento consensuado que garantice los derechos de la minoría. Para que un mecanismo tan complicado funcione será imprescindible establecer un clima de confianza recíproca que sirva de freno a eventuales intentos de boicoteo por parte de sectores extremistas, como ya ocurrió con un acuerdo similar en 1974.
La clave para ello es que la paz se afiance rápidamente. El principal motivo de la comunidad protestante para aceptar el plan, pese a que modifica una situación que le favorecía, ha sido la esperanza de que sirva para acabar con el terrorismo. Si siguen los atentados, aunque sea de facciones disidentes, Paisley y demás sectores contrarios al acuerdo se cargarán de razón -y de votos- y podrán hacer inviable de hecho el funcionamiento de la autonomía norirlandesa y colapsar el proceso. Que éste dependa de la voluntad de unas pocas personas -armadas- es la principal debilidad del mismo. La negativa de los dirigentes del Sinn Féin a exigir el desarme del IRA agrava esa fragilidad y explica el escepticismo de algunas personalidades independientes que han expresado su sospecha de que, en cuanto salgan de la cárcel sus presos, los paramilitares aprovecharán cualquier pretexto para regresar al escenario. Cabe pensar, sin embargo, que la dinámica de paz haga tan impopular la violencia que los paramilitares desistan.
Toda negociación implica cesiones mutuas. Los católico-republicanos aceptan sustituir el principio territorial por el personal como criterio de adscripción nacional. Ello implica que la República modifica los artículos de su Constitución que reclamaban su soberanía sobre el Ulster, y que los católicos del Norte renuncian a cuestionar la situación actual mientras sean mayoría los ciudadanos partidarios de ella. El Reino Unido y los protestantes, por su parte, no sólo renuncian a considerar inamovible el status fijado en 1921, sino que aceptan la constitución de un organismo interministerial de los Gobiernos de ambas Irlandas. Esto último es interpretado por los católicos como el germen de un futuro Gobierno unificado para toda la isla, y, ciertamente, la dinámica que se pone en marcha tiende objetivamente a ese desenlace, aunque de manera pacífica y consensuada.
Visto que el problema no tenía solución si se planteaba en términos de soberanía -pues ambas partes podían exhibir argumentos a favor de su posición-, se aplaza esa cuestión con la esperanza de que la convivencia permita plantearla en su día en términos no traumáticos. La actual generación protestante se tranquiliza ante el compromiso de que de momento no se modificará la situación institucional; y los católicos piensan que tal vez sus hijos, con el viento a favor de los puros datos demográficos, puedan ser un día mayoría en el territorio y plantear la reunificación. La esperanza de las personas no obsesionadas por la soberanía nacional es que, cuando eso ocurra -dentro de 30 o 40 años-, el proyecto de una Europa unida haya avanzado lo suficiente como para diluir esa obsesión; y que, en todo caso, la experiencia habrá convencido para entonces a todos de las ventajas de una convivencia pacífica y de la cooperación entre las dos partes de la isla, lo que permitirá que un posible desenlace de reunificación no sea vivido como un drama. Se podrá conciliar entonces la reivindicación territorial, residuo de un pasado colonial, con el personal o democrático. Se trata, por tanto, de una apuesta. Ojalá que resulte acertada.
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