Nueva política ambiental
A lo largo de la historia hemos aprendido a ser solidarios, a veces con facilidad y otras veces mediante golpes muy duros. Nos ha costado aprender que no es de recibo que las naciones fuertes utilicen el poder contra las débiles; también nos está costando aprender que el hombre no puede emplear el poder contra la mujer; y hoy, una vez más, la naturaleza nos proporciona bastantes indicios de que tampoco podemos avasallarla con nuestra prepotencia. Por eso son insuficientes los remedios tecnológicos a las catástrofes, que nosotros mismos estamos produciendo en la naturaleza. Hoy es Doñana y el río Segura, pero ayer fueron las costas gallegas y antes Chernóbil y antes... Se impone un cambio básico en nuestras creencias ambientales. Las relaciones de los hombres con la naturaleza han ido variando a través de la historia. En las etapas iniciales de las sociedades, las relaciones con la naturaleza son de respeto y sumisión. El hombre actúa según los ritmos que marca el entorno natural. La actividad se inicia y se acaba con la salida y la puesta del sol; la memoria de los hechos vitales se mide por las estaciones naturales, nuestros relojes dependen de la luz solar. La naturaleza parece inalterable y al hombre no le queda más remedio que respetarla y adaptarse a su voluntad. Más tarde, con la acumulación del conocimiento y la aparición de las tecnologías primitivas, nos distanciamos lentamente del entorno natural, le ganamos terreno y lo fuimos dominando, al mismo tiempo que crecimos demográficamente y que aparecieron las grandes ciudades. Los avances tecnológicos nos proporcionaron satisfacciones, aunque también sinsabores, pero sobre todo consolidamos la creencia de que éramos el elemento excepcional del ecosistema. Creencia transmitida de generación en generación, que alimenta el narcisismo de la especie y justifica un crecimiento sin límites, una experimentación tecnológica arriesgada y solidaria solamente con los de nuestra especie y con los más cercanos. En función de esa creencia de seres superiores pusimos al resto de los elementos naturales a nuestro servicio. Es la época en la que el hombre explota sin control a la naturaleza. Estas creencias ya no se pueden sostener en la actualidad. La naturaleza se está rebelando y pide a gritos un cambio en nuestras actitudes, en nuestra sensibilidad ambiental. Si exigimos que las naciones poderosas respeten a las menos poderosas, si los hombres están aprendiendo a respetar y no dominar a las mujeres, hoy debemos cambiar también nuestras actitudes hacia el medio ambiente. Es urgente e inaplazable que aprendamos otro tipo de igualdad: la del hombre con el resto del ecosistema. Los protagonistas de esta nueva conciencia son los movimientos sociales y de ciudadanos que reaccionan contra la creencia de que el poder es inevitable, como parecen seguir pensando una buena parte de nuestra política y de las estructuras burocráticas de funcionamiento social. Nuestros políticos están enzarzados actualmente en una carrera sin límites para intentar ilusionar a los ciudadanos en la participación política, desde las primarias en el partido socialista hasta las fórmulas de democracia directa a través de Internet. Pero ninguno plantea un cambio profundo de actitudes y todos coinciden en una valoración ingenua, primitiva y desmedida del bienestar social. Sus políticas siguen ancladas en la vieja concepción de que avanzar en bienestar material es sinónimo de satisfacción vital para el ciudadano y, sobre todo, garantía de conservación de sus liderazgos y poder. Mientras tanto, los ciudadanos sufren los estragos que se están haciendo en el medio ambiente, y cada vez existen más colectivos que sufren en sus vidas y en sus economías las consecuencias de una política ambiental, dominada por el desprecio a las leyes de la naturaleza y por la creencia en el control humano. La innovación política debería aprovechar la desgraciada oportunidad que le ofrecen catástrofes como la de Doñana, las condiciones del río Segura o el parque natural del Montgó. Junto a las soluciones técnicas para paliar los daños, se debería abanderar un nuevo programa político que recoja algunas de las enseñanzas brindadas por los movimientos de ciudadanos y ecologistas. Más sensibilidad y solidaridad, y menos poder y competición desmedida; más preocupación por los problemas sociales y ambientales, y menos por el desarrollo y los discursos economicistas. Ante el creciente desgaste ambiental, ya no son suficientes los remedios de la administración, como tampoco el eslogan de que quien contamina paga, ni siquiera las reivindicaciones de plataformas cívicas, como la que reunió hace unos días a miles de alicantinos de la Vega Baja, exigiendo el saneamiento del río Segura. Se necesita además un cambio en nuestras actitudes ambientales, que nos permita valorar la naturaleza, restablecer el respeto que le tuvimos, aunque sin la sumisión originada por el temor y la ignorancia de entonces. Si algún partido se decidiera por esta renovación, se alejaría inicialmente de lo que se entiende por política tradicional, con todos los inconvenientes de alejarse de lo habitual, pero tendría ventajas nuevas. Las generaciones más jóvenes, los ecologistas, los ciudadanos afectados por tragedias ambientales y otras muchas sensibilidades, les acompañarían desde el principio. A una gran parte de los ciudadanos les va a costar poco aprender que sus reivindicaciones, aunque justas, deben estar precedidas por el abandono del egocentrismo ecológico. El problema del río Segura no puede reducirse al malestar que le produce a la ciudadanía el olor de un río contaminado. Necesita algo más, necesita una nueva política ambiental.
Adela Garzón es directora de la revista Psicología Política.
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