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Un nuevo terreno de juego

Manuel Escudero

Hay tres datos de indudable importancia en el panorama político español. En primer lugar, después de veinte años, parece que estamos en plena etapa de un relanzamiento económico con visos de bastante estabilidad: tipos bajos, inflación estable, déficit controlado y crecimiento de empleo ligado al crecimiento económico.En segundo lugar, esta situación no la disfruta España en solitario, sino una Europa recién estrenada de la que ya somos un miembro que ha entrado por la puerta grande, y en la que la Comisión Europea y el Banco Central Europeo irán ganando protagonismo, incluso dentro de cada país, en tanto que autoridades económica y monetaria.

En tercer lugar, ocurre todo ello cuando los líderes de la combativa revolución neoliberal a lo Thatcher son ya historia. Hoy los líderes conservadores utilizan la dialéctica del «sentido común», aparecen desideologizados en la superficie, y caminan con políticas de bajo perfil construyendo un modelo conservador de sociedad. Tal fue ayer el caso de Major, tal puede ser hoy el caso de Aznar.

Este cúmulo de circunstancias hace augurar dos pronósticos: el Gobierno conservador en España no va a minar los pilares del Estado de bienestar de un modo frontal e «ideologizado». Además, como el Plan de Empleo presentado por el Gobierno de Aznar a Europa muestra, tampoco se va a enfrentar directamente a las pulsiones de progreso de la Unión Europea.

Aclaremos esta estrategia conservadora de baja intensidad con un ejemplo relacionado con el problema del desempleo. Con Major le fue bien al Reino Unido en cuanto a creación de empleo. Si se trata de grandes cifras, el Reino Unido se separó desde 1987 de la trayectoria del resto de los grandes países europeos, situando su tasa de paro en 1997 en el 6,1%, y su proyección para 1998 en el 5,6%.

Una caracterización tópica de las políticas conservadoras llevaría a pensar que Major no habría utilizado medidas activas en la lucha contra el desempleo. Pero no fue así. En lugar de esperarlo todo del crecimiento económico, los Gobiernos de Major pusieron en práctica diversas medidas activas de empleo: desde incentivos fiscales, pasando por cambios en las cotizaciones de los empleados y empleadores al Seguro Nacional, medidas para ligar las prestaciones por desempleo a la búsqueda de empleo, un cambio del «Unemployment Benefit» al «Job's Seeker Allowance», los planes de «Family Credit», o de «Earnings Top- Up»... Al mismo tiempo Major, desreguló el mercado de trabajo con la supresión del salario mínimo y los consejos salariales, evitando las limitaciones legales a las horas de trabajo y procediendo al debilitamiento de los sindicatos.

Sólo buceando en la realidad de la sociedad británica se puede descubrir que su éxito contra el desempleo no se ha debido a ninguna de estas políticas, sino a la promoción del trabajo a tiempo parcial dentro de ese contexto de desregulación.

Para 1997, el 45% de las mujeres que trabajan en el Reino Unido lo hacen a tiempo parcial, y esto ha hecho descender enormemente las cifras de desempleo. Pero a cambio ha emergido también una escandalosa proporción de padres sin pareja, los single parents, generalmente mujeres solas a cargo de los hijos, que en un 60% están ahora bajo el umbral de pobreza, cuando en 1979 eran tan sólo un 19%. No todas las políticas de empleo de Major han sido objetables, y muchas de ellas han tenido un cuño social. Ha sido la combinación de todas ellas la que ha impactado muy negativamente en el modelo de sociedad británico.

Con esto se quiere decir que lo que se tiene delante es, como el mismo Aznar dijera, «una revolución silenciosa», compuesta por enunciados que muchas veces se sitúan en un terreno de difícil confrontación, plagada de políticas de medias verdades y de medios resultados, algunas de las cuales, incluso, en su denominación y envoltorio, intentan invadir el espacio de centro-izquierda (como con jactancia declaraba, al término del debate del Estado de la nación, el portavoz del Gobierno, Miguel Ángel Rodríguez). Estas políticas, en sus formulaciones generales, van a venir en ocasiones avaladas por Bruselas, no porque exista ningún «contubernio» entre los funcionarios de la Unión y el Gobierno conservador, sino porque, en la letra, son plenamente aceptables.

Todo esto no era terriblemente relevante hace algunos días. Pero el debate del Estado de la nación ha marcado, por fin, el terreno real en el que el centro-izquierda se va a batir a partir de ahora. Por fin un líder socialista no tuvo que situarse en la defensa de las cuentas del pasado. Esto no ha sido casualidad, sino que se debe a que la fuente de legitimación de José Borrell, las primarias, está plenamente desconectada de ese pasado. El líder conservador acusó esta circunstancia, y respondió en el mismo plano, quizás también pensando que le era más rentable. Con ello se ha delimitado de modo difícilmente reversible un nuevo terreno de juego, y ha comenzado una nueva etapa en la contienda política. Éste es un dato de inapreciable importancia en el desarrollo político de España, donde, por fin, comenzamos a mirar de verdad al presente y al futuro.

Además, contra la opinión generalizada, fue un acierto que el portavoz socialista José Borrell agarrara el toro por los cuernos y comenzara a retar a los conservadores en el terreno socioeconómico. No es posible la construcción de una alternativa de izquierdas que aspire a una victoria duradera -que sólo se consigue aunando en un mismo discurso las línes de progreso real del país y los intereses de los menos favorecidos- sin un eje central socioeconómico.

Pero precisamente porque el debate del Estado de nación tuvo esos dos méritos, el centro-izquierda ha emergido del debate con una medida bastante exacta de sus desafíos futuros. En tal contexto, merece la pena apuntar al menos dos importantes retos.

En primer lugar, que es necesario un nuevo tipo de oposición capaz de desvelar la sinuosidad de las políticas conservadoras. La tentación indudable es confundir esta profundidad en la oposición con la crítica tediosa y exhaustiva. Y no se trata de eso: se trata de recurrir más y más a la crítica basada en un modelo de sociedad diferente al que se produce como destilado de las políticas conservadoras.

En segundo lugar, que es necesario modernizar y afinar el discurso del centro-izquierda. Por seguir, a guisa de ejemplo, con la cuestión concreta antes planteada, la izquierda no tendrá nada que hacer si no hace suya, junto al horizonte de una reducción de la jornada, la promoción justa del trabajo a tiempo parcial. Pues los dos son elementos integrantes de un movimiento general de progreso hacia una flexibilización de las horas de trabajo, que permita una nueva sociedad con opciones diversas para diferentes etapas de la vida y en la que todos trabajen, si bien un poco menos por un salario y un poco más en sus quehaceres familiares o cívicos. Y sin embargo, cuántos sectores aún en la izquierda española consideran la promoción del trabajo a tiempo parcial como una opción «amarilla» y vergonzante, sin percatarse de que el problema no es el trabajo a tiempo parcial, tremendamente beneficioso en sí para combatir el desempleo, sino cómo se promueva y las garantías de igualdad que ofrezca.

Se dice que los economistas somos expertos en buscar siempre explicaciones a lo ya ocurrido, por sorprendente que sea. Abusando del oficio, conviene plantear si no será esta falta de ajuste a las nuevas condiciones en la labor de oposición y en el discurso lo que le falló a la izquierda a través de José Borrell, más allá de un anecdótico accidente de recorrido.

El centro-izquierda se estrena realmente de nuevo en España, y se han abierto las posibilidades de construir. Ya no se mira al pasado, sino al futuro, aunque al mirar hacia el futuro se descubre que el camino no está completamente hecho. Pero eso no es una novedad, como cantaba Serrat.

Manuel Escudero es economista.

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