La excepción y la regla
Cual la conocida obra dramática de Bertolt Brecht, en el caso de la Ciudad de las Ciencias, la excepción ha permitido que, con algunas reformas parciales, la oposición entonces, haya hecho suyo ahora, el proyecto. Hace ya algunos años coincidí con Francisco M. Castellví en una de las primeras visitas a la exposición del proyecto, que en su día Antoni Ten puso en la mesa del alcalde Ricard Pérez Casado. Ambos nos apuntamos inmediatamente al grupo de amigos de la iniciativa. Por aquellas fechas había visitado una exposición memorable Ciné-Cité en el parque de la Villette y la actualidad y la presencia de estos nuevos fenómenos urbanos se me hizo evidente. La ciudad, además de estimular nuestra libertad, jugaba un papel determinante en nuestro desarrollo social. Recientemente, Josep Sorribes en un interesante libro sobre Comprendre i gestionar la ciutat advierte de los riesgos de ser una ciudad grande sin ser una gran ciudad. La convivencia cotidiana con nuestra ciudad nos obliga a intentar que la influencia diaria de sus jardines, aceras, farolas, esculturas, arquitectura, etcétera, nos resulte positiva. Pocas cosas tienen mayor impacto ambiental para el ciudadano que el lenguaje de la ciudad. Parece ser que el manual de estilo del New York Times excluyó la utilización del término normal, para definir una situación, por considerar que el mismo podía resultar poco explicativo, de la condición que se pretendía reflejar, en según que tiempos o lugares. Pues bien, es posible que aun cuando no utilizable fuera deseable, disfrutar de normalidad en la ciudad de manera que los acontecimientos no fueran ajenos sino asimilables, y el espíritu cívico, con todo lo que ello comporta, reconocible y no extraño. En la gran ciudad viene a ser frecuente lo que en otras, puede que más grandes, resulta ocasional. Debemos, pues, ir incorporándonos al primer grupo de ciudades, donde cuenta más la calidad que el número, y el contenido que la apariencia. Así en Valencia las farolas no pueden ahogar en cantidad e intensidad la belleza de unas calles que como la de la Paz, tan admirada por propios y extraños, como Víctor Hugo con la Iglesia de Santa Catalina al fondo, debería tender a la armonía de las luces y sombras como ocurre por ejemplo con la plaza de la Concordia, en la Ciudad de la Luz por excelencia. Y el mobiliario urbano, con tan valiosos diseñadores valencianos, incluidos premios nacionales, debería racionalizarse, guardando proporciones en tamaño y ubicación con el entorno arquitectónico que lo rodea. Y las rotulaciones de las calles, realizables, con materiales nobles deberían ayudar a recuperar nuestra memoria colectiva, tanto de la artesanía e industria autóctonas, como de aquellos acreedores al reconocimiento social, como pintores, periodistas o músicos, léase Salvador Abril, Azzati o Palau, cuya profesión se pregona con acierto. Todo ello nos reconcilia con nuestra ciudad, nos invita a estimarla, nos enriquece, y nos permite apreciarla. Nos lleva a verla y sentirla de otra manera, a no ensuciarla, a no permitir ruidos ensordecedores, y a disfrutar del aroma de azahar de los naranjos, todavía escasos, de nuestros jardines. Como de las esculturas, también contadas, situadas en los mejores museos, en los museos vivos de las calles concurridas, observadas con respeto y admiración por los viandantes. Junto a los mercados, puentes y plazas, que dan a una ciudad toda su vitalidad y su belleza, y al tiempo la grandiosidad de lo que es normal, integrando en su caso, los acontecimientos excepcionales. Permitiendo así que la excepción acredite su verdadero valor, y no solamente el de la rareza, alcanzando la consideración permanente de la regla.
Alejandro Mañes es gerente de la Fundación General de la Universidad de Valencia.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.