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UN HOMBRE DEL SIGLO

La juventud de los 92 años

Antonio Muñoz Molina

Francisco Ayala fue joven cuando era joven el siglo XX y puede que sea por eso por lo que ha seguido siendo joven toda su vida, como tantos de esos viejos tremendos y lúcidos que han sido y son el contrapunto a nuestra risueña conformidad posmoderna. Francisco Ayala es, rigurosamente, un moderno, un contemporáneo de las vanguardias y del cine, al que dedicó un libro en tiempos tan pioneros que ni siquiera se llamaba cine todavía, sino cinema, que es una palabra mucho más moderna y más lírica. Fue testigo y partícipe de la renovación intelectual de España en los años veinte y treinta, que fueron los años de verdad jóvenes del siglo; condujo automóviles cuando casi nadie lo hacía; viajó al Berlín trepidante de Weimar antes de que lo infectaran y lo devastaran los nazis, y volvió a él cuando Hitler ya estaba en la Cancillería y cuando apenas nadie en aquella Europa ciega y trastornada se daba cuenta del horror que estaba incubándose. Otros escritores tienden a llevar vidas retiradas, a encerrarse en el puritanismo intelectual de sus obras. Tan riguroso como cualquiera de ellos, tan perspicaz y constante en el ejercicio de la literatura, Francisco Ayala ha sido también un hombre activo en el mundo, un padre de familia joven que con el paso de los años consagró un cariño idéntico a su nieta, un letrado de las Cortes que tuvo ocasión de asistir como testigo a las tormentas parlamentarias y políticas de la II República. Ahora mismo, a los noventa y dos años, sigue atento a todo, a la vida pública y al habla de la gente, y preserva intacta una hermosa capacidad de indignación y de sarcasmo, incluso de melancolía, de desaliento hacia los peores abusos y rutinas de la actualidad.La juventud del siglo tuvo un ingreso trágico en la madurez: como su gran amigo Aub, como tantas de las mejores inteligencias españolas, a Francisco Ayala le estaba reservada la vasta desgracia de la guerra española y el largo destino del exilio. Pero él no es un hombre con tendencia a la queja, ni en su conversación ni en su escritura. Ayala, que había salido enseguida de la claustrofobia confortable de su ciudad natal, Granada, tuvo la fortaleza de ánimo necesaria para convertir el destierro en un largo aprendizaje del mundo: después de la experiencia de Madrid y de Berlín, capitales de la juventud espléndida y condenada de la historia moderna, Francisco Ayala continuó su travesía personal por las ciudades de América, por Buenos Aires y Río de Janeiro, por Chicago y Nueva York, que es tal vez la ciudad que prefiere, sin duda porque fue para la segunda mitad del siglo lo que había sido Berlín para la primera.

No se resigna a nada, a ninguna idiotez, por habitual y aceptada que sea, a ninguna de tantas concesiones a la barbarie como suelen verse cada mañana en el periódico. Habiendo vivido la mejor edad de la cultura española, perteneciendo a la primera fila de nuestra literatura, jamás accede ni a la vanidad ni a la nostalgia de otros tiempos. Leer su prosa de ficción, sus artículos, su incomparable libro de memorias, es disfrutar de un ejercicio espléndido de claridad e inteligencia: en Francisco Ayala la mirada y la invención importan tanto como la reflexión y el recuerdo. Compartir semanalmente con él un whisky y una conversación de media tarde es uno de esos privilegios que está bien agradecerle a la vida.

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