El último resto de un bello naufragio
La muerte hacía años que buscaba a Ricardo Franco y él lo sabía. El acecho no perturbó su sonriente talento y su tierno pesimismo, sino que los serenó, los multiplicó y los condujo más allá de sus límites, a territorios enigmáticos y poco explorados de la percepción, que muy pocos artistas logran transitar. Le plantó cara y la vio muy de cerca, en forma de permanente amenaza de ceguera, que es la otra muerte, disfrazada de oscuridad, para un poeta de la luz como era él, que hizo lo más luminoso de su obra cobijado en esa sombra. Su último cine es un alarido en voz baja, muy baja, dicho al oído de los despojados, los abandonados, los solitarios sin retorno que no se quejan de desesperanza, sino que la sonríen y la hacen amistosa.Es la única manera de explicar el prodigio trágico de Después de tantos años y La buena estrella, dos asombrosas películas que son la misma, el último resto de un largo y hermoso naufragio que anteayer entró en la calma. En su juventud Ricardo Franco jugueteó en Gospel y El desastre de Annual, intentos prematuros de sarcasmo que dejaron entrever a un hombre de cine que no sabía o no quería guardarse las espaldas y sólo trabajaba confiadamente cuando se sentía a la intemperie. Luego hizo Pascual Duarte, filme cruel y bronco pero ya hecho con pulso recio y contenido. Fue en Los restos del naufragio donde, después de no sé qué mala paliza que el azar dio a su oculta ternura, cuando ésta salió a la luz. Desde entonces, sus incursiones en el cine convencional no fueron convincentes, ni siquiera para él. Una vez hablamos de Berlín blues , su obra con producción más holgada. Quise decir no recuerdo qué elogio, pero detrás de su mirada amistosa noté incomodidad y me callé.
El poema del despojo que emergió de Los restos del naufragio no volvió a surgir hasta Después de tantos años, película desesperada de extraordinaria delicadeza. Un día, después de leer un artículo que escribí sobre esa obra de perturbadora belleza, me preguntó: «¿Cómo averiguaste que tiene que ver con Lilith ?» Se refería a la película de Jean Seberg, la infortunada actriz suicida a la que amó y evocó en la escena de los árboles mecidos por el viento. Le respondí que él me lo había dicho en esa gran escena. «No creí que nadie se daría cuenta», me dijo. Y volví a percibir aquella incomodidad . Tal vez vulneré su pudor y esto le desconcertó.
Luego, en La buena estrella, los restos del bello naufragio estallan en el inmenso poema fraternal donde Antonio Resines y Jordi Mollá transforman en un dúo el soliloquio de Ricardo Franco con el lado luminoso y el lado oscuro de su memoria, un suave desacuerdo con su destino que ahora intuyo que se prolonga en lo que va a quedar de esas Lágrimas negras donde seguro que Ricardo Franco continuaba su tarea de extraer de la percepción de morir un estilo de vivir, un estilo de hacer cine. Si la muerte es lo único que nos iguala, la singularidad del verdadero poeta es que la convierte en lo único que nos distingue. Ricardo Franco construyó dentro de su cine la singularidad de su muerte y, ocurrida ésta, nadie sino él, que se ha callado, puede decirla.
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