La sencilla originalidad de Karen Amaia
JOSU BILBAO FULLAONDO No es requisito imprescindible acudir a un museo o una galería de prestigio para encontrarse con agradables sorpresas fotográficas. Curioseando por el popular barrio de San Francisco, en la capital vizcaína, fui a parar al local que varias asociaciones de vecinos tienen en la plaza Corazón de María. Es un lugar reducido, sencillo, que se llama Sarea. Sus responsables, dentro de unas limitaciones que se hacen evidentes, programan con regularidad actividades culturales del más variado estilo. Es una excelente alternativa (como ella, otras similares que se están desarrollando en distintas zonas deprimidas), para quien tiene dificultad de participar en circuitos de mayor empaque que, sin lugar a dudas, en su competitividad resultan algo menos solidarios. Estos días le ha llegado el turno de colgar en las paredes de este recinto a una exposición fotográfica que favorece y alegra el ambiente. Es el último trabajo realizado por Karen Amaia (1965). Esta mujer, de padre vasco y madre alemana, nació en la República Federal para venir a los pocos meses a vivir a Vizcaya. Después de iniciar sus estudios universitarios en San Sebastián empezó a interesarse por la fotografía. Una vez terminada su licenciatura en Psicología profundizó en las técnicas y los conceptos fotográficos. Para ello realizó varios cursos y frecuentó los estudios de algunos profesionales establecidos en Bilbao, que es donde reside actualmente. Karen Amaia hizo de la fotografía su forma de vida en 1989. Hasta hoy, ha colaborado esporádicamente en revistas y periódicos locales; ha impartido sus conocimientos en cursillos organizados por academias o grupos culturales y, de la misma forma, la han contratado instituciones públicas o algunas empresas privadas, para las que ha preparado catálogos de sus productos. Dentro de un campo tan variado hay que incluir las proyecciones públicas de diapositivas conjugadas con música ad hoc y, en una vertiente similar, las catorce exposiciones que ha llevado a cabo desde 1993. De ellas se podría resaltar la que realizó en el Museo de Reproducciones Artísticas de Bilbao. Patrocinada por el Departamento de Urbanismo del Gobierno vasco, se organizó en torno a una serie de fotografías cargadas de dramatismo donde se reflejaba la arquitectura y el entorno de Bilbao la Vieja. Sin duda, todo un desorden arquitectónico, envoltura de unos cuadros humanos que discurren en la sensación de abandono y olvido, que la autora supo resolver con solvencia. Con todo, como reflejo de algunos entornos que fotografía, en un tono de sincera humildad, Karen Amaia reconoce estar buscando un estilo que considera no haber alcanzado aún. En su último trabajo ha dejado olvidado el blanco y negro y ha recurrido al color. Se trata de una serie de paisajes a los que ha incorporado, como denominador común, una lámpara de aceite encendida. Vistas del mar, del malecón de un puerto, de las olas que rompen en la arena de una playa, del verdor de un campo con flores, del interior de una alcoba o del ala de un avión que sobrevuela unas nubes, tienen añadido de uno de esos focos de iluminación artificial que colecciona la autora. Una forma de hacer donde, después de realizar una primera diapositiva la proyecta sobre un telón; manteniendo este fondo, coloca delante del mismo alguno de los objetos indicados y lleva a cabo una nueva toma. Algo que recuerda al escenario de un teatro donde el actor principal es un reiterado objeto luminoso. Puede decirse que las fotografías de las lámparas que arden permanentemente ante una imagen, a modo de voto mariano, ofrecen grandes visos de improvisación. Guiadas principalmente por una estética del sentimiento, podrían entenderse como faros que orientan la llegada a puerto o la expresión plástica de la búsqueda de algo perdido. En cualquier caso, a falta de unos medios que permitirían una mayor depuración del resultado final, se nos ofrece una sencilla originalidad cargada de ternura.
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