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Lorca, el duende y Curro Romero

García Lorca, a cien años de su nacimiento, asombra a sus seguidores con las afirmaciones que hizo respecto a su especial concepto de la superinspiración, exclusiva de unos pocos privilegiados, que él, al igual que otros, llamaba Duende. Muchos no saben, especialmente si acuden a las corridas de toros en las que actúa Curro Romero o su adlátere Rafael de Paula, que esa especie de angustia gozosa, a veces escasa, eso sí, experimentada en un instante de la lidia es el emblema del duende.Sostiene el rapsoda que su esencia reside en «los sonidos negros», difusa definición a la que llegó el gran cantaor Rafael Torres recién escuchar del propio Falla su Nocturno del Generalife. Federico, enamorado de las verónicas de Juan Belmonte -¿las que soñaban los erales camborianos?- sabía que los influjos del duende afectan al artista y a los espectadores y provocan el ¡olé!, ¿descendiente del «¡Alá!», Alá árabe, y del «¡Dios!», Dios cristiano.

Si Lorca viviera seguro que estaría cautivado por Curro y, a veces, por Paula. Sufriría con ellos, con sus cosas... Porque el ¡olé!, más bien ¡óle! con deficiencia ortográfica, dedicado a Romero y al gitano, es llanto, jipío medroso y regusto doliente... Se cumple la afirmación del poeta «en los toros no se divierte nadie». Efectivamente, se goza sufriendo.

El autor de Bodas de sangre diferencia entre la musa de la muleta, el ángel con las banderillas y el duende que ayuda al capoteador «para dar en el clavo de la verdad artística». Por segunda vez realza el capote como instrumento supremo del arte torero, el que mejor y con más duende utilizaron y usan los considerados artistas mágicos.

Cierto que el arte-duende de Curro no es, afortunadamente, de recibo consumista, ni apto para los no creyentes. Por el contrario, breve e impreciso, se percibe desde que entra dentro del torero, «desde la planta de los pies», como dijo al poeta un viejo guitarrista. El que hace que la gente, hasta los más pasmaos, salten y griten el ¡Viva Dios! del ¡óle! , sin motivo racional que lo justifique... Lorca, Curro y el Duende son así.

Federico lo contrapone al ángel, «que regala como San Rafael» y a la musa «que dicta y en algunas ocasiones sopla». Circula por la masa de las venas hasta los más recónditos sagrarios de uno mismo «en las últimas habitaciones de la sangre». Surge de pronto, sin llamarlo, vencido a costa de miedo, lívido y genial.

A Curro, como a Belmonte, lo posee el duende, poco, cierto, igual que al de Triana. No es cosa de prodigar. Ambos rompieron las fórmulas técnicas; rechazaron el ángel y las musas y luchan con él, casi siempre irremediablemente derrotados. ¡Ay del día que vencieron! Lorca, amante de lo suyo, admira la liturgia taurina, «donde, de la misma manera que en la misa, se adora y sacrifica a un dios». En la que se acumula el duende, «como si todo el duende del mundo clásico se agolpara en esta fiesta perfecta». En estos momentos de escasez de duende en los ruedos, bueno es recordar al lírico andaluz que supo ver y sentir la influencia de los mengues en el capote de Juan y, de haber vivido, captado el embrujo de la seda del de Curro Romero.

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