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EL GRAN SEDUCTOR DE LA CANCIÓN

Mucha voz y poco pie

La RKO, la Fox, la Warner y cómo no, la Metro-Goldwyn- Mayer, se enzarzaron en una competencia de perfeccionamiento del musical filmado desde antes de la II Guerra Mundial. La contaminación entre Broadway y Hollywood llevó la competencia entre los actores-cantantes-bailarines a unas cotas de exigencia profesional que no se han repetido en la historia del espectáculo.Para comerse alguna rosca, es decir, conseguir un papel, había que ser muy bueno en las tres bandas, aunque el cine siempre mostraba las ventajas de poder repetir infinitamente una escena hasta que saliera perfecta; esta quizás es la razón por la que Sinatra no se aventuró en el género sobre las tablas y lo hizo solamente a través del celuloide.

Frank Sinatra no era un buen bailarín en el sentido estricto, pero era un expertamente intuitivo actor y un maravilloso cantante a toda prueba, con un sentido del sostenimiento melódico que es quizás su gran baza distintiva y lo que de alguna tímida manera supo trasladar a su modesto baile de estudio. Esta intuición actoral la llevó hasta las escenas donde debía cantar y bailar, con su media sonrisa entre macarrilla fino y chuleta dulzón, con las manos siempre adelantadas a un primerísimo plano de gesticulación; se movía con soltura entre el swing y lo que quedaba en las coreografías de su tiempo del endiabladamente exacto claqué clásico. Frank Sinatra reconoció varias veces estar más cómodo en los bailes lentos y a compás de su propia voz que en las evoluciones corales o de pareja que algunas de sus películas le obligaron a interpretar, sobre todo cuando los compañeros de reparto tenían alas en los pies.

La consagración del género musical en su parte de gran danza la plasmó Vincente Minelli al filmar en 1945 Follies, la gran invención de Florenz Ziegfeld. Ese mismo año Frank Sinatra hizo su mejor musical y donde mejor se le vio bailar en su amplia filmografía: Levando anclas, donde demostraba, frente a la dura y ruda competencia de los, en ese momento, brillantes Gene Kelly, Hermes Pan o Fred Astaire, que él también sabía mover los tacones de base metálica de sus zapatos tap. El caso es que, de esa cierta desinhibición en sus limitaciones, también hizo estilo propio. Mientras Astaire se convertía en algo etéreo, abstracto, perfecto en su levedad, y Kelly en un decálogo de virtuosismo a base del músculo, Sinatra bordaba la displicencia estilística como si lo que sucediera, rodillas abajo, no tuviera que ver con él; y si al mismo tiempo por azar usaba su voz, entonces lo tenía más fácil todavía.

Frank Sinatra está para siempre en el repertorio del gran ballet norteamericano y universal con Nine Sinatra songs, creado por Twyla Tharp para Mijaíl Barishnikov durante su etapa como codirectora del American Ballet. Esta pieza evocadora, elegante y urbana hace evolucionar sobre nueve canciones clásicas de La Voz a las parejas ataviadas de esmoquin ellos y largos vestidos de seda y pedrería ellas, y pudo verse en Madrid en el Festival de Otoño de 1986, apenas un botón de muestra más de la capacidad de una garganta para hacerse arropamiento ideal de un baile ligero, sin zonas oscuras y que habla solamente de besos, amor y fantasía.

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