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Reportaje:EXCURSIONES: MATABUEYES

Un cerro de recuerdos

Príncipes y 'milicios' frecuentaron este monte que se alza entre el valle de Valsaín y la llanura segoviana

Una de las mayores revelaciones del romanticismo fue la de que las montañas poseen cuerpo y alma. O, como observó Víctor Hugo, que hay un paisaje exterior y un paisaje interior. Tan hermosa idea ha perdurado, y hoy, salvo el zoquete o el que va al campo por mero deporte (o ambos en uno, pues suelen coincidir), nadie ignora que lo que hace grande un monte no es tanto su altura o la dificultad que entraña su ascensión -su cuerpo-, como los sentimientos que inspira y los recuerdos que atesora. Matabueyes, por ejemplo, mide sólo 1.484 metros -mil menos que Peñalara, que queda enfrente, allende el río Eresma-, pero es altamente evocador.En la ladera septentrional de Matabueyes, a tiro de ballesta de La Granja, se halla el Jardinillo, un pensil de árboles exóticos que data del último tercio del siglo XVIII y que le fue regalado a Carlos IV cuando todavía era príncipe de Asturias; un dulce recuerdo de mocedad, sin duda, para quien luego habría de probar como rey todas las amarguras -la infidelidad de su mujer con Godoy, la conspiración de su hijo Fernando, la sublevación popular, la humillación de Napoleón...-, incluida la hiel del exilio. Y al pie de Matabueyes, frente al Jardinillo, alienta también el recuerdo agridulce de tantas promociones de milicios u oficiales de complemento de las Milicias Universitarias que, en los veranos de después de la guerra, se formaron en el campamento del Robledo, que aquí estuvo.

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Una gira con vistas

Otros recuerdos que se amontonan en Matabueyes son los de todos aquéllos que yacen en el cementerio de Valsaín, en la solana del cerro, a medio camino entre el pueblo y el cielo. El camino del camposanto, precisamente, será el que hoy seguiremos en coche cerca de un kilómetro, hasta topar una barrera, para continuar otro tanto a pie por el asfalto hasta llegar a la cruz de la Gallega, la collada que da vista, hacia levante, al valle de Valsaín y, hacia poniente, a la capital segoviana.

Por el collado pasa la cerca de piedra que delimita la enorme finca ganadera que es en realidad Matabueyes, y allí está la cancilla que permite acceder a su interior y, siguiendo una pista de tierra, ganar la cima a una hora escasa del inicio. La panorámica que se domina abarca íntegro el curso del Eresma: allá arriba, en las Guarramillas, Siete Picos y el Montón de Trigo, están sus veneros; más abajo, es un hilo de plata que enhebra los pinares y praderías de Valsaín; se le ve explayarse luego en el embalse de La Granja, al pie de la pelada Atalaya, y virar súbitamente hacia el oeste para perderse en la sedienta llanura segoviana.

Visto lo visto, descenderemos con rumbo norte por la ladera contraria del cerro -cuesta del Cierzo, le dicen-, a través de una trocha abierta en el jaral, y, tras dejar un bello encinar a la derecha, saldremos de la finca por una cancilla roja junto a la carretera de La Granja a Riofrío. Bordeando la cerca en el sentido de las agujas del reloj, avistaremos, al otro lado de la carretera, el Llano Amarillo, la pradera que generaciones de milicios agostaron a fuerza de marcar el paso; y, a este lado, el Jardinillo, un vergel cuadrilongo, de unos 100 por 400 metros, sobre cuyas altas tapias descuellan pinsapos, cedros, secuoyas, arces y castaños de indias seculares, y que hoy, triste e inexplicablemente, es propiedad particular.

Así pues, asomándonos aquí y allá, rodearemos también la tapia del Jardinillo hasta dar con una alambrada, que nos obligará a buscar paso un poco más a la izquierda por una rústica portilla, para recuperar el hilo de la amurallada finca de Matabueyes y no perderlo ya hasta volver al punto de partida. La vereda que ahora seguiremos atraviesa sucesivas manchas de jara estepa y vaguadas tapizadas de prados y robledillos por las que corren regatos risueños; risueños como el corazón de un viejo príncipe que, enfermo y desterrado, recordara el día en que su padre lo llevó a conocer el Jardinillo.

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