Fantasmas II: El ectoplasma
No se puede entrar en el Congreso sin advertir, junto a las presencias vivas y reales, las no menos notorias de los ausentes o los muertos. No me refiero sólo a los bustos de tribunos antiguos o a los retratos sucesivos de los presidentes de las Cortes: miro hacia el techo, en la tribuna de prensa, y justo encima de mí veo huellas inquietantes de fantasmas, los pequeños agujeros de munición de subfusil que permanecen allí desde febrero del 81, cuando unos cuantos espectros del pasado más negro invadieron este lugar como los resucitados de las películas de zombis, con la intención de mandarnos de vuelta a unas catacumbas de las que apenas acabábamos de salir.Pero también me acordaba de fantasmas mucho más nobles, aunque no menos olvidados: el fantasma ausente de Manuel Azaña, que improvisó aquí algunos de los discursos más enaltecedores y más lúcidos de la lengua española y de la política española, el fantasma gallardo y enjuto del general Gutiérrez Mellado, que hizo frente a cuerpo limpio, de paisano, a los espectros invasores.
Otro espíritu querido y maltratado hizo una aparición fugaz: el espíritu que se llamó de Ermua, al que tanta gente parece que quiere sepultar, o al menos espantar, y que el diputado nacionalista Iñaki Anasagasti degradó a la categoría de ectoplasma, justo el mismo día en que se publicaba en este periódico un artículo de Manuel Vázquez Montalbán según el cual la culpa de que no haya paz en el País Vasco no la tienen los que disparan, ni los que incendian y amenazan, ni los que permiten que los incendios y las amenazas sucedan en la más halagüeña impunidad: la culpa la tienen esos histéricos del Foro de Ermua (de nuevo la palabra, el fantasma), que se obstinan en negar la negociación, el bondadoso diálogo sin condiciones del que también es partidario el señor Anasagasti. A los violentos, dice Anasagasti, rodeado de micrófonos, no hay que aislarlos, sino integrarlos. La pena es que no diga cómo se les integra, si no es mediante el restablecimiento efectivo de la legalidad, que incluye, entre otras cosas, el respeto a la vida y a la libertad de las personas, al cual por ahora ni los pistoleros ni sus amigos parecen muy inclinados. En la tribuna de prensa, un vasco pacífico que sin embargo no ha podido integrarse -ha tenido que irse de su trabajo y de su tierra para que no lo maten, y ni siquiera en Madrid puede salir sin escolta- me comenta con menos desolación que sarcasmo el artículo de Vázquez Montalbán. "Si quiere, me cambio por él unos días", me dice, "a ver qué le parece, le dejo a mis guardaespaldas".
Lo que no se sabe si es fantasma, ectoplasma o espíritu es la unidad de la izquierda. Pastoral y pedagógico con nuestra ignorancia, Julio Anguita nos da el remedio en su intervención: para conseguir la unidad de la izquierda, lo único que hace falta es que todas las fuerzas de izquierdas acaten el programa de Izquierda Unida. Parece mentira que no nos hayamos dado cuenta, que nos lo tenga él que explicar.
A la mañana siguiente, en la rueda de prensa, ya mucho más atinado y más suelto, José Borrell enuncia lo que también es obvio, que la derecha gobierna porque se ha agrupado entera alrededor de Aznar, mientras la izquierda no ha logrado dar forma y coherencia política a su mayoría social.
Que la derecha está unida se notó durante el extraño debate entre el presidente del Gobierno y el portavoz del nacionalismo catalán. Digo extraño porque yo creía que un debate se produce cuando dos personas no están de acuerdo, no cuando piensan lo mismo. Durante no recuerdo cuánto tiempo, el señor Molins habló, fue contestado por el presidente, volvió a subir a la tribuna, volvió a cedérsela a Aznar. Si un debate entre quienes tienen opiniones distintas puede llegar a ser tedioso, ¿qué ocurre cuando los dos piensan igual? A esas alturas, yo ya me había trasladado, no sin tambalearme, de la tribuna de prensa del Congreso al sofá de mi casa. El tiempo era de nuevo eterno: en la realidad del hemiciclo se mostraban gozosamente, conyugalmente de acuerdo los señores Molins y Aznar; en la televisión, largo rato después, los señores Molins y Aznar seguían manifestando su coincidencia en todo. Pero no es lo mismo ver las cosas en la pantalla del televisor que en la realidad. Las cámaras y los micrófonos de la televisión no llegan a captar la presencia alentadora o inquietante de los fantasmas que habitan no sólo en el Congreso, sino también en sus inmediaciones: ayer a mediodía, recién terminado el debate y las ruedas de prensa, iba por la calle del Marqués de Cubas, que se llamaba calle del Turco hace más de un siglo, y me acordé de que justo en esa calle unos sicarios embozados acabaron a tiros con la vida del general Prim y con una de tantas esperanzas perdidas de la libertad española. Pero me temo que de ese fantasma tampoco se acuerda nadie.
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