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FERIA DE SAN ISIDRO

Frascuelo, el majo de Churriana

Se cumplen cien años de la muerte del competidor de Lagartijo

Esta ahí, inmortalizado en una litografía de La Lidia . Se le ve como mozo bien plantado, con la muleta en la mano izquierda y el estoque en la mano diestra, uno de esos estoques grandes y pesados, con los que tumbaba pezuñas arriba aquellos marrajos aculados en tablas con los que se enfrentaba un día sí y otro también.Cetrino de color y peinado con raya y bucles. Viste un traje azul marino y oro viejo. Cuando lo vio así el dibujante, tenía 44 años y le faltaban tres para retirarse. Ahora hace cien años que murió.

Es Salvador Sánchez Frascuelo , el torero más bragado y echao p'alante de su tiempo. Viéndole así, con esas trazas, nadie diría que se llevaba a las mujeres al sofá de su gabinete con la misma facilidad con la que mandaba los pregonaos veragüeños a las praderas celestes. Frascuelo era decididamente feo. De facciones bastas, labios abultados y cejijunto. Pero su valor y arranque en la vida y en los ruedos encandilaban a las hembras. Él sabía que los toros le podían dar las dulzuras del amor y el señuelo de los dineros. Ambas ambiciones le llevaron a ser torero.

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Este majo de Churriana era hijo de un militar retirado, de carácter arrebatado y aficionado al juego. Murió cuando Frascuelo tenía 11 años. La madre tuvo que trasladarse a Madrid, corte de los milagros y aliviadero de las miserias. Subsistió vendiendo arena por las casas, y Salvador trabajó de peón en las obras del ferrocarril. Fue su hermano Francisco, de quien después llevaría el apodo, quien lo llevó a menudo a las capeas y lo inició en el aprendizaje del oficio.Pronto llegó Salvador a ser un torero conocido por su estampa de alhaja y relumbrón. Vestía con chulería de majo o con atavíos de señorito. Se hacía notar por donde iba por sus bravatas y su hablar de tono recio y vocinglero. Y a raíz de matar una corrida de seis toros a beneficio de las Hermanas de la Cruz Roja, de las que era presidenta la duquesa de Medinaceli, se le abrieron las puertas de las marfileñas torres de la aristocracia. Se convirtió en el torero de las gentes de alcurnia y alternó con amigos como el duque de Sesto, Romero Robledo y José Elduayen.

En los ruedos fue un diestro atolondrado, de esos que quieren hacerlo todo y pocas cosas les salen con arte. Su audacia y su valor, enriquecidos por una voluntad de acero, no se los regateó nadie. Tampoco su toreo impávido y con majeza. Está claro que no pudo con la elegancia y finura de Lagartijo, su sempiterno contrincante. Pero cuando se perfilaba muy cerca, con la punta del estoque casi entre los pitones y se volcaba, saliendo muchas veces trompicado, no tenía rival.

Murió en un frío mes de marzo del año 1898, cuando en las calles de Madrid se cantaban las zarzuelas del maestro Chueca y los madrileños zozobraban con las noticias de ultramar. Dicen que a su entierro asistió, alucinado por la devoción de aquella muchedumbre dolorida, el embajador de Estados Unidos.

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