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Tribuna:
Tribuna
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¿Qué haremos ahora?

¿Y qué vamos a hacer ahora? El próximo fin de semana se nos acaba la Liga, entre un viernes y un sábado, con lo que el domingo será un día de desolación, de tribulación amarga. Todo sea por el campeonato del mundo, donde casi nunca hemos hecho nada, aunque la verdad es que aquí, además de la teleadicción, lo que tira de verdad es el equipo de casa, sea de la regional o de Tercera División. Ésa es la señal de identidad de la tribu, la verdad donde se reconoce. Como dijo hace unos años el torero Julio Aparicio junior preguntando por la selección: «Habiendo el Betis, ¿para qué quiero más?».Pero no es ésta la opinión de nuestros dirigentes deportivos que, con las manos puestas en el gran negocio (patrocinadores, publicidad, derechos de televisión, etcétera), han decidido declarar irrelevante la suerte del Numancia, del Leganés o del Orense (Ourense es una cursilada administrativa). Por medio han sacrificado -llevan haciéndolo años- un torneo tan puro e intenso como la Copa y sacrificarán todo lo sacrificable. Pueden hacer de su capa un sayo porque el personal está con ellos. Les dieron hace algunos pocos años todos los millones del mundo -es decir, de los contribuyentes- para arreglar sus trampas y sus negocios, en el bien entendido supuesto de que a partir de ese momento había que cumplir con la ley. Hubo dos clubes que no la cumplieron y descendieron a Tercera División. Y pronto aquel caliente verano de 1995 pobló dos ciudades de gritos y protestas sudorosos, de carteles y pancartas indignadas, de pasquines letraheridos, que se revolvían contra la deshonra que había caído sobre ellas -Vigo y Sevilla-, los alcaldes respectivos abandonaron el verano sin tiempo siquiera para darle un beso al nene o al esposo / esposa, el presidente del Gobierno dijo que la Liga debía constar de 22 equipos, con lo que no habría ya descensos, y aquí paz y después gloria y 22 y 32 y 40 equipos y los que hicieran falta. Todo menos perder la honra. En este país se puede perder la chaveta, como la ha perdido algún juez, pero la honra no, que ésa es patrimonio del alma y de todos los aficionados de pro. Los que no somos de pro tenemos poca honra. Además, no hay que preocuparse: quedan las promociones, que son variopintas, un amistoso de la selección, los oportunos partidos internacionales -siempre hay un Letoniano-Egipto a mano- y luego brotará la gran flor del espectáculo mundial que, como no todo el mundo es Julio Aparicio, acabará uniendo a los corazones en un solo y definitivo impulso solidario, que trascenderá a la España de las autonomías, como debe ser. Todos con la selección. ¡Ay de los heterodoxos, gente rara, difícil, intelectualoide!

Albert Camus decía que cuanto sabía de la vida lo había aprendido en el fútbol. Sin duda era otro fútbol aquel del que él hablaba: por ejemplo, el de Platko, Oso Rubio de Hungría, el portero del Barcelona al que cantó Rafael Alberti en uno de sus mejores poemas, allá por los años veinte, ése pertenece ya para siempre al pasado. Aunque la épica, debidamente trivializada, sigue llenando los periódicos deportivos, y a veces los no deportivos, y alcanza a las voces de los locutores que gritan «goooooooool» una y otra vez sin que sus espléndidas gargantas padezcan lo más mínimo: el «goooooooool», por ejemplo, del Barcelona, que juega con tres o cuatro catalanes o recriados en la zona y plurales brasileños, portugueses, holandeses y nativos de Sumatra, si llega el caso. Pero sigue siendo el Barça porque la tribu es transcontinental, transracial y transverbal. La tribu sólo ve los colores tribales y los venera como si fueran las señales de sus dioses, porque en última instancia lo son.

Quien afirma esto, aun ignorante de los entresijos del fútbol show de los noventa, se atreve a decir que el único club verdaderamente serio de este país es el Athletic de Bilbao y con él algunos especímenes de la Tercera División o así, que deberá de haberlos, que jueguen con los naturales del pueblo o de por allí. Se dirá que me contradigo porque he citado antes a Platko, que era húngaro, pero Platko ganaba cuatro perras y era una especie exótica y se sentía uno con el club que defendía. Al paso que vamos, lo exótico será ver a los nacionales jugando -sí, los nacionales, si se puede decir esta palabra, con el debido perdón de nuestros lehendakaris - .

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