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Israel y el patriotismoJOSEP RAMONEDA

Josep Ramoneda

Dicen las crónicas que en Tel Aviv se produjeron manifestaciones de entusiasmo después de la victoria de la transexual israelí Dana en el Festival de Eurovisión. La conmemoración del cincuentenario del Estado de Israel no se puede decir que haya llegado en su mejor momento. El enrocamiento de Netanyahu en una política derechista que da sistemáticamente la espalda a la paz y las presiones constantes de los grupos religiosos más conservadores dan una tonalidad oscurantista a la efeméride, después de haber arruinado las esperanzas abiertas por Rabin y Arafat. En este marco, el triunfo de Dana introduce una nota de color, que ha dado oportunidad a jóvenes laicos y liberales para hacer un poco de ruido, después de haber aguantado tanta presión de la ortodoxia. Israel no es sólo la carcundia de los ultras ni el militarismo de la derecha. A los que dudan de que tenga sentido la distinción entre derecha e izquierda, les sugiero que comparen a Netanyahu con Peres. Las dudas se disipan rápidamente. He dicho alguna vez que hay una cosa que envidio profundamente del pueblo judío: su condición de nación sin territorio preciso. No he visto en nadie más que en los judíos la capacidad de hacer de cualquier parte del mundo su sitio propio. Entre los amigos y conocidos suramericanos que viven o han vivido en Cataluña, los judíos son los únicos a los que apenas he visto un signo de melancolía o de añoranza. Naturalmente, todo tiene sus contrapartidas negativas. En este caso, el carácter cerrado de una pertenencia que se transmite por la sangre de generación en generación y la tendencia a crear grupos de convivencia muy endogámicos como forma de encarnar la patria universal en cada territorio concreto y de asegurar la continuidad de esta patria sin fronteras. Probablemente los judíos son una de las primeras culturas con conciencia de nación, una nación que se convirtió en universal en tanto que la pertenencia a la misma era extraterritorial. Y, sin duda, fue éste un factor que contribuyó a generarles muchos enemigos, porque si los que están apegados a un territorio acostumbran a soportar mal a la gente de fuera, peor soportarán todavía a aquellos que son de aquí y no lo son a la vez, que se sienten como en casa al tiempo que tienen conciencia de pertenecer a otra casa, una casa que se extiende por todo el planeta. La energía que da no estar atado a ningún lugar concreto dio a los judíos una fuerza y unas complicidades que contribuyeron a aumentar los recelos y los rechazos. No voy ahora a reconstruir la historia de todos conocida de los odios y las agresiones contra los judíos que culminaron con el holocausto. Después de la barbarie, cuando nadie podía negarles nada por el monstruoso sufrimiento que habían padecido, ganaron los partidarios de encadenar a esta nación universal que tenía en el mundo su patria, aunque por ello hubiesen pagado un precio terrible, en una tierra precisa, su tierra de origen. Lo llevaban preparando desde finales del siglo pasado, con mucha actividad política y promoviendo la inmigración a las tierra palestinas. Crearon el Estado de Israel y empezaron a parecerse a los demás. Probablemente porque no hay pueblos escogidos y, siendo todos distintos, hay cosas en las que quieren ser todos iguales. Dispersos por el mundo, los judíos seguían dando testimonio de una nación peculiar; instalados algunos de los suyos en Israel, con la misión de hacer de la tierra de origen un Estado propio, la fuerza centrípeta de lo convencionalmente patriótico distorsionaría su imagen. Cincuenta años después, Israel celebra su aniversario en una patria búnker, cerrando a cal y canto los territorios palestinos, porque los que tanto sufrieron para conseguir ser respetados por el mundo no saben respetar ni hacerse respetar por quienes comparten tierra (patria) con ellos. De algún modo es el fracaso de una nación errante y creativa que quiso ser como las demás. Puede objetarse que su vida errática no fue querida y puede argumentarse que no había ningún deseo de ser distintos, sino que el sueño patriótico era precisamente éste: recuperar la tierra prometida, aun al precio de restringir la patria del mundo a unos cuantos kilómetros cuadrados. Pero lo cierto es que la utopía del nuevo Israel, aquella utopía que atraía a sus kibutzim a los jóvenes rebeldes europeos de los sesenta, es hoy una sociedad cerrada, desconfiada, militarizada. Una sociedad sometida a la presión de líderes religiosos radicales que practican el odio al vecino, en nombre de Dios, por supuesto, y que pretenden imponer el puritanismo ridículo de los que se escandalizan porque unos actores se desnudan en escena. Es cierto que Israel ha conseguido mantener las instituciones democráticas en una zona en que van escasas, aunque sea una democracia en estado de guerra. Pero es cierto también que, 50 años después, sigue sin encontrarse una convivencia razonable en la zona, entre los que volvían a su tierra y los que llevaban siglos en ella, entre judíos y palestinos. En el fondo, la creación del Estado de Israel tiene algo de renuncia de los judíos a su propia identidad. O es, simplemente, la constatación de que Israel también es un país cualquiera, que ninguna nación escapa a esta relación de propiedad con un territorio, el de los antepasados, que se considera propio por la fuerza de lo atávico. Los judíos, que fueron en cierto modo precursores de la galvanización económica, quisieron volver a casa. Entre lo global y lo patriótico sigue habiendo un abismo. Confío en que haya por el mundo suficientes judíos dispuestos a mantener viva la idea de patria transversal como para que mi fascinación por ellos no sea una pura ilusión.

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