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El error del Defensor del Pueblo

Marc Carrillo

Recientemente, el Defensor del Pueblo ha hecho unas recomendaciones al presidente del Parlamento de Cataluña en relación a la Ley 1/98, de Política Ligüística, vigente desde principios de este año. En su escrito, el Defensor manifiesta que, con posterioridad a la publicación de la ley, ha recibido numerosos escritos en los que se le solicitaba la interpretación de un recurso de inconstitucionalidad contra diferentes preceptos de la misma. La decisión final del titular de la institución ha sido la de no plantear el recurso; no osbtante ello, el Defensor ha creído necesario dirigir a la Cámara legislativa catalana una serie de recomendaciones sobre el articulado de la ley que traslucen sus serias dudas acerca de la constitucionalidad de algunos de los preceptos. El escrito concluye con una clara advertencia que se manifiesta en su particular interés por seguir el desarrollo normativo y la aplicación de la ley «para comprobar si la interpretación que se haga de sus preceptos resulta constitucionalmente correcta». Pues en caso de no ser así, afirma el Defensor, «acudiría (...) a la vía del recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional para obtener una mejor garantía de los derechos y libertades de los ciudadanos». Pues bien, el hecho de que las recomendaciones se fundamenten en las facultades que le confieren los artículos 28.2 y 30.1 de su ley reguladora de 1981 suscita grandes incógnitas sobre su corrección jurídica. Más concretamente, ¿podía el Defensor del Pueblo hacer las citadas recomendaciones al Parlamento de Cataluña? ¿Esta decisión es adecuada a su naturaleza constitucional? A mi juicio, en ambos casos la respuesta ha de ser negativa, y entiendo que esta forma de proceder constituye un error. Las razones son las que siguen.El artículo fundamental para cubrir su actuación es el 28.2 de la Ley Orgánica del Defensor del Pueblo, que dice lo siguiente: «Si como consecuencia de sus investigaciones llegase al convencimiento de que el cumplimiento riguroso de la norma puede provocar situaciones injustas o perjudiciales para los administrados, podrá sugerir al órgano legislativo competente o a la Administración la modificación de la misma». Pero este precepto hay que interpretarlo en razón de la naturaleza constitucional del Defensor del Pueblo como alto comisionado de las Cortes Generales, designado por éstas para la defensa de los derechos y para cuya finalidad podrá supervisar la Administración pública; cualquiera que sea ésta, la central, la autónoma o la local, aunque respecto de las dos últimas lo hará de forma coordinada con las instituciones similares autonómicas. En este sentido, es necesario precisar ya que el objeto de control atribuido -entre otros- a la figura del Ombudsman en los países escandinavos y del Defensor del Pueblo en España es la Administración pública en sus diversas modalidades. Pero no lo son los parlamentos. Lo es la Administración, sus órganos y sus funcionarios, en el ámbito de una actuación administrativa previa, que, a juicio de esta especie de magistratura de persuasión que es el Defensor del Pueblo, hayan ocasionado una lesión de derechos, o simplemente incurrido en la denominada mala-administración (abusos de derecho, ineficacia, desatenciones), que, no se olvide, es el supuesto más propio de la fiscalización que ejercen los comisionados parlamentarios. El control ha de ser como consecuencia de una queja, a instancia de parte o de una actuación de oficio llevada a cabo por el propio Defensor en relación a un caso concreto. Y es en este contexto en el que sus investigaciones pueden llegar a la conclusión de que el cumplimiento de una norma (un reglamento administrativo o incluso una ley de cualquier Parlamento) puede provocar situaciones injustas o perjudiciales. Sólo entonces es cuando tienen razón de ser las sugerencias a la Administración y, de forma seguramente más excepcional, al órgano legislativo autor de la norma eventualmente lesiva. Pero no antes. A mi parecer, ésta es una conclusión que deriva de la Constitución y del mismo artículo 28.2 de la Ley del Defensor.

Según esta perspectiva, la ley catalana de política lingüística no podía ser objeto de estas recomendaciones. Porque, en su escrito al Parlamento autónomo, el Defensor no está haciendo referencia a quejas formuladas contra actuaciones de órganos de la Administración catalana que resulten lesivos respecto de derechos y libertades; que se sepa, no ha habido un expediente administrativo previo en el que la citada ley estuviese en el origen de una vulneración de derechos. Los escritos que había recibido le instaban a interponer un recurso de inconstitucionalidad, cosa que efectivamente podía hacer porque a ello le faculta la propia Constitución, pero decidió no hacerlo. Luego su actuación no podía ir más allá. La alternativa era recurrir o no, pero no otra. En consecuencia, la formulación de estas recomendaciones plantea un problema de legalidad ordinaria a causa de una interpretación errónea de las facultades que le otorga el artículo 28.2. Y al mismo tiempo, de su actuación se deriva una inadecuada percepción de su posición constitucional al extender su función de magistratura de persuasión sobre el Parlamento catalán en un momento procesal improcedente. Además de ofrecer una cierta imagen contemporizadora de la que en el pasado también hicieron gala otros titulares de la institución (con ocasión de la Ley Antiterrorista de 1984 y de la Ley de Protección de la Seguridad Ciudadana de 1992) que en nada le favorece.

Marc Carrillo es catadrático de Derecho Constitucional de la Universidad Pompeu Fabra.

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