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Después del neoliberalismo

En una obra capital, Después del milagro, el gran novelista e historiador mexicano Héctor Aguilar Camín describe la sucesión de techos que han protegido de un sol demasiado furioso a las sociedades mexicanas. Techo alto y paternalista de los Austrias. Techo bajo y sofocante de los Borbones. Y, a partir de la Independencia, búsqueda desesperada del nuevo techo protector cuando, para afirmar nuestra libertad, le dimos la espalda a las herencias multiculturales, indígena, africana e ibérica, a fin de ser, cuanto antes, «modernos».Huérfanos de la razón y el progreso, los latinoamericanos, desde el siglo XIX, hemos recorrido ávidamente las rutas de la Ilustración y el Positivismo, del Marxismo y el Neoliberalismo. En nuestro afán de comunión nos hemos tragado todas las hostias, así fuesen del tamaño de una carreta. Y si las cosas nos salen mal, no tardamos en denunciar al demonio que nos desvió de la ruta hacia la Tierra Prometida del Desarrollo, la Democracia y la Justicia. Nos cuesta admitir que nosotros mismos somos nuestro propio diablo y que, como en el poema de William Blake, nosotros mismos somos puerta de nuestro propio infierno y de nuestro propio paraíso.

La virtud del documento elaborado por Jorge Castañeda y Roberto Mangabeira Unger, con aportaciones de un distinguido grupo de políticos y politólogos, y titulado Alternativa latinoamericana, es que radica las soluciones en nosotros mismos, aunque los problemas tengan una dimensión internacional -o, para estar a la moda, «global»-. Desde el siglo XVI, nuestro primer escritor mestizo, el Inca Garcilaso, lo dijo ya: «Mundo sólo hay uno». Los autores retoman esta premisa, pero critican las políticas «neoliberales» que, en nombre de la fatalidad globalizante, privan a los Estados nacionales de su soberanía en favor de poderes privados dotados de mayor fuerza que cualquier Estado.

Digo, de paso, que no soy partidario del término «neoliberal» porque siento que degrada una noble tradición política, el liberalismo, que si, teóricamente, se identificó durante el siglo pasado con las políticas de laissez faire, históricamente se identifica, en México, con Benito Juárez; en España, con Benito Pérez Galdós, y, aun hoy, en Estados Unidos, con los seguidores de las políticas sociales del New Deal.

Hablemos, mejor, de un capitalismo, hirsuto o bien peinado, no importa, que no reconoce fronteras o leyes superiores a su propia dinámica de mercado. El mercado como fin en sí mismo, no como medio para alcanzar riqueza y bienestar para la persona y la sociedad. «Salimos del zoológico para entrar a la selva», dijo Milos Forman del paso del comunismo totalitario a un capitalismo anárquico en Checoslovaquia. A ese capitalismo enderezan sus críticas Castañeda y Mangabeira: en un mundo en el cual circulan diariamente 1,3 billones de dólares sin finalidad productiva, «la lógica financiera y especulativa tiende a dominar en las economías nacionales». El poder público, en consecuencia, se somete a esta «lógica», aplicada en la América Latina con el fervor antes reservado al Tomismo o al Positivismo, es decir, con más fidelidad que en sus propios países de origen, dado que el capitalismo japonés, el europeo y aun el norteamericano tienen frenos, equilibrios, sanciones y capítulos sociales más amplios que los del nuevo dogma latinoamericano.

Este estado de cosas está ahondando las diferencias entre ricos y pobres en la América Latina, marginando y reduciendo a la miseria a numerosísimos sectores de la población. Los autores, sin embargo, no buscan «humanizar» el neoliberalismo, sino proponernos la democratización de la economía de mercado.

¿Cómo? La primera proposición consiste en aumentar el ahorro interno, deplorablemente bajo en Latinoamérica, a fin de liberarnos de la nueva dependencia de los capitales «golondrinos» que, como los oscuros pajarracos de Bécker, van y vienen a su antojo. ¿Pueden y deben regularse las entradas y salidas del capital especulativo? En contra de la ortodoxia zedillista, Castañeda y Mangabeira opinan que sí: Chile, el paradigma de la economía de mercado en América Latina, así lo hace ya. Pero la regulación o falta de ella, en todo caso, debe ir acompañada de políticas de gasto público que, a su vez, dependen de los niveles de ahorro interno y de los sistemas de tributación.

El IVA es, en efecto, un impuesto regresivo que puede ser «recompensado con creces por el efecto redistributivo del gasto social». Hablando el verano pasado con el ex primer ministro de Canadá Brian Mullroney sobre las dificultades que tuvo su Gobierno en implantar el IVA, me dijo que su solución consistió en excluir explícitamente del impuesto a los artículos de consumo popular. En cambio, no son renunciables los impuestos directos y progresivos sobre el consumo personal, sobre el patrimonio, sobre herencias y donaciones y «un impuesto sobre los recursos naturales que capture para la Nación parte de la renta correspondiente a una favorable dotación de recursos».

¿Para qué sirven mis impuestos? Esta pregunta universal viene acompañada, en Latinoamérica, de la seria sospecha de que sirven para engordar unos cuantos bolsillos de políticos avezados en las artes de la corrupción. Es cierto: no puede haber política tributaria creíble en México y América Latina sin castigo ejemplar a la evasión, pero también sin erradicar la corrupción, la deshonestidad y la ineficacia «para que la administración de cada peso fiscal rinda la máxima productividad en términos sociales y de desarrollo humano».

Las avenidas inexploradas del ahorro interno incluyen las cajas de ahorro, los fideicomisos, las uniones de crédito y, muy especialmente en países de vastas desigualdades como los nuestros, los microcréditos, dirigidos sobre todo a la mujer madre y trabajadora y a las pequeñas comunidades agrarias. La cobertura del crédito en Latinoamérica debe ser total, territorial.

«El capital se hace en casa». Elevar el ahorro interno y vincularlo a la inversión productiva, abrir «nuevos canales entre el ahorro y la inversión productiva». Nada de esto es posible sin un Gobierno nacional eficiente, pero la efectiva administración pública requiere, a su vez, dos cosas:

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Educación y Democracia. Los autores se muestran particularmente elocuentes al hablar del factor educativo. América Latina debe «reconocer en el niño al trabajador del porvenir y al ciudadano». A un «pequeño profeta».

El niño, el futuro ciudadano, será el autor y actor de la democracia latinoamericana. Profundizar la democracia empieza por la transparencia electoral, es cierto, pero continúa con referenda por iniciativa ciudadana, responsabilidad de los secretarios de Estado ante el Congreso, autoridades judiciales independientes, fiscalización del Ejecutivo, soluciones judiciales contra los abusos del poder e iniciativas para revocar mandatos, como la propuesta por un diputado mexicano particularmente honrado, valiente y sereno ante la gritería del zoológico priísta, Santiago Creel, del Partido Acción Nacional.

Hay que llenar los vacíos entre elección y elección. No basta con respetar el sufragio popular: «También es necesario disminuir la influencia del dinero en la política».

¿Pedía otra cosa José Saramago en su muy debatida ponencia en la Cátedra Latinoamericana Julio Cortázar en la Universidad de Guadalajara?

La Alternativa latinoamericana de Jorge Castañeda y Roberto Mangabeira Unger es una propuesta inteligente, creativa, original y apartada de las escolásticas en boga. Merece ser conocida ampliamente. Y debería estar abierta a la firma de ciudadanos que, como yo, les damos la razón a sus autores.

Carlos Fuentes es escritor mexicano.

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