Europa y Oriente Próximo
En fechas recientes ha vuelto a abrirse el debate sobre las relaciones de Europa con Oriente Próximo. Ello depara una oportunidad para intentar superar los muchos prejuicios y estereotipos que todavía anidan en las respectivas psicologías colectivas, profundamente marcadas por una somera y falaz contraposición conceptual entre Oriente y Occidente. Sirvan estas líneas como contribución al debate en un campo específico, el del papel de Europa en lo que se ha dado en llamar el proceso de paz en Oriente Próximo.Desde la Declaración de Venecia, en 1980, Oriente Próximo ha estado siempre asociado a los esfuerzos por crear una política exterior europea. No es, pues, de extrañar que fuera esa región la elegida por el Consejo de Ministros de la UE para poner a prueba, en la persona de un enviado especial dedicado al proceso de paz, los límites y posibilidades del eventual Señor Europa como instrumento de aquella política exterior que se quiere verdaderamente común.
Pese a semejante evolución institucional, la participación de la UE en el proceso de paz tiende a juzgarse, dentro y fuera de Europa, secundaria o marginal. Nada más lejos de la realidad. Es cierto que la Conferencia de Madrid, origen del proceso, respondió a una iniciativa diplomática estadounidense. Pero no lo es menos que desde esa histórica reunión el papel europeo no ha cesado de agrandarse y que, sin él, todo el proceso podría haber saltado hecho añicos en numerosas ocasiones.
¿Qué habría ocurrido en los territorios palestinos si Europa no hubiera inyectado 2.000 millones de dólares durante los últimos cinco años? Y aun así, la situación económica no ha dejado de deteriorarse desde la firma de los acuerdos de paz... Pero la UE no sólo ha aportado recursos financieros para apuntalar la economía palestina -lo cual es además una forma de invertir en seguridad para Israel-, sino que ha contribuido de manera decisiva a crear sus instituciones políticas y de seguridad. En su día, Europa financió, organizó y legitimó las primeras elecciones democráticas palestinas. También corrió con los gastos del establecimiento y formación de la policía palestina. Más recientemente, europeos y palestinos hemos adoptado una declaración conjunta que recoge la decisión de fundar un comité permanente para combatir el terrorismo y reforzar la cooperación en materia de seguridad. Con esta acción, la UE ha vuelto a subrayar que considera la seguridad de Israel, junto con su retirada de los territorios árabes y palestinos ocupados, como uno de los requisitos fundamentales de cualquier paz viable en Oriente Próximo. Por otra parte, la UE viene desplegando de forma continua y sostenida toda una serie de esfuerzos diplomáticos, complementarios de los de EE UU, para desbloquear el proceso de paz en las bandas o capítulos pendientes en que la negociación o avanza muy despacio -caso palestino- o está completamente estancada -casos sirio y libanés-.
Con esos esfuerzos diplomáticos, Europa trata de poner en marcha una dinámica política nueva, como corresponde al momento de cambio que se vive hoy en Oriente Próximo. El antiguo equilibrio de fuerzas está sometido a revisión. Han dejado de ser válidos, en consecuencia, los análisis y planteamientos de los años ochenta y primeros noventa. Ahora bien, el hecho de que el ciclo político de Madrid y Oslo esté concluyendo no significa que no deban mantenerse sus objetivos y cumplirse incondicionalmente sus obligaciones y compromisos. Una nueva dinámica al servicio de los principios larga y trabajosamente consolidados: ése es el tono que ha querido imprimir el primer ministro británico, Anthony Blair, a su reciente gira por Oriente Próximo. En esa misma línea, el encuentro de Londres abre una ventana de esperanza para salir del impasse actual en la banda palestina.
Los ejemplos citados más arriba deberían bastar para corregir la errónea percepción sobre el papel hasta ahora desempeñado por Europa en el proceso de paz. Con todo, más importante que recordar el pasado es preguntarse si Europa está dispuesta a consolidar y ampliar su acción en el futuro. Motivos, desde luego, no le faltan: históricos, para trascender su responsabilidad como potencia colonial y sublimar la tragedia del holocausto; éticos, para restaurar una legalidad internacional muy maltrecha durante las últimas tres décadas; políticos, para defender sus propios intereses vitales.
Sería un grave error refugiarse en esa sensación de impotencia europesimista que todavía atenaza los espíritus y las voluntades de algunos dirigentes europeos. Europa necesita, ante todo, convencerse de que tiene capacidad para jugar un papel más activo en Oriente Próximo. Junto a los contenciosos históricos que son objeto de la agenda tradicional del proceso de paz, aparecen en el horizonte otros problemas que a la larga adquirirán sin duda mayor calado. Las sociedades del futuro estarán menos preocupadas por las fronteras territoriales convencionales que por otras fronteras más sutiles, fruto del grado de control de cada cual sobre factores tales como las armas de destrucción masiva, los nuevos sistemas de comunicación, el medio ambiente y los recursos hídricos. A la hora de hacer frente a las nuevas situaciones de manera colectiva y solidaria, la UE dispone de medios más adecuados que otros actores internacionales. El proceso de la Conferencia de Barcelona es una iniciativa diplomática revolucionaria que puede ofrecer, si recupera el impulso político de su acto constituyente, un instrumento óptimo para responder a los retos de este fin de siglo tanto en Oriente Próximo como en el conjunto del espacio euro-mediterráneo.
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