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El impacto psicológico del euroJOSEP RAMONEDA

Josep Ramoneda

Actualidad obliga: la prensa lleva estos días sobredosis de información sobre la Unión Europea y uno no consigue resistir la tentación de hablar del euro. Los economistas formulan sus hipótesis sobre el próximo futuro confirmando un dato conocido: a mayor influencia norteamericana, mayor desconfianza en la unidad monetaria. Los políticos, cómo no, mezclan proclamas de autocomplacencia y petición de nuevos sacrificios a la ciudadanía, que son los dos componentes habituales de sus mensajes. La austeridad, hermana gemela de la competitividad, se ha convertido en el otro mito político de fin de siglo. Si hay crisis económica, porque sólo con sacrificios se podrá salir de ella, y si la economía crece, para estar en mejores condiciones cuando llegan las vacas flacas, la norma siempre es la austeridad. La austeridad que, como es sabido, quiere decir restricciones en los salarios y en el gasto público (que es otra forma de penalizar a los asalariados y a los que no tienen trabajo). La escena tiene algo de cómica, porque los políticos practican el triunfalismo del acontecimiento histórico sin que la ciudadanía parezca especialmente emocionada. Porque en medio de tanta retórica, de tanta ideología, de tanto análisis y de tanta cifra hay un gran ausente: el factor psicológico, del que apenas se habla. La unidad monetaria se ha hecho desde arriba sin conseguir movilizar a la ciudadanía. Los referendos y las encuestas nos muestran una opinión pública llena de escepticismo, que acepta, con más o menos resignación, un destino que parece estar en la lógica de las cosas: el cambio de escala como algo inevitable si los países de Europa no quieren condenarse al papel de museo de historia de Occidente para turistas. La ciudadanía asiste con sensación de convidado de piedra a un cambio de las referencias que han articulado las sociedades europeas en el último siglo. De ahí que de vez en cuando surjan brotes de mal humor, signos de rechazo de desigual importancia pero de una misma significación: es necesario que las sociedades europeas elaboren el luto por lo que van a perder y asuman signos de integración que refuercen la unidad, hasta ahora sólo económica, en el campo de lo simbólico. Un salto de esta envergadura no se puede hacer casi de tapadillo, como si no tuviera otras razones que las de técnica económica, para evitar problemas políticos fundamentales. Y, sin embargo, ahí está el euro que hoy parece todavía una más o menos lejana idea pero que el día en que llegue a nuestros bolsillos provocará un impacto psicológico cuyos efectos no creo que hayan sido calculados. Cuando los ciudadanos de los distintos países de Europa nos encontremos pagando en cualquiera de nuestras ciudades con la misma moneda, muchas cosas que parecían intocables se removerán en las mentalidades, y no son de descartar sobresaltos proporcionales al oscurantismo utilizado en el proceso. Un impacto psicológico del que no se librarán ni los propios gobernantes, que quizá entonces tomen conciencia real de lo que se ha hecho. Todos sabemos la importancia simbólica que tiene el dinero. Marx, apoyándose en Shakespeare, le llama "la divinidad visible, la transmutación de todas las propiedades humanas y naturales en su contrario", "la puta universal, el universal alcahuete de los hombres y de los pueblos". Todos sabemos que los Estados han hecho de la moneda propia un factor de identificación nacional, especulando con la carga que lleva encima este "signo impersonal" que cifra y objetiva las riquezas y pobrezas de cada uno, que determina "lo que soy y lo que puedo". De pronto, los españoles se encontrarán con que la peseta pasó a mayor vida, lo mismo que los franceses con el franco, los italianos con la lira y así todos los demás. El pago inmaterial a través de tarjetas, transferencias y otras fórmulas ha preparado a la ciudadanía para encajar el golpe. Pero en un país como Francia, por ejemplo, en que la defensa del franco ha sido una cuestión de identidad que ningún gobierno podía obviar, no se asimilará en un momento que el franco deje de existir. Que la defensa de la moneda, ayer orgullo nacional, tenga que compartirse nada menos que con los alemanes es un cambio cultural de enorme envergadura. El euro puede ser un baño de europeísmo más eficaz que mil discursos. De pronto entenderemos qué significa ser europeo porque, en la cultura de los Estados-nacionales, una es la moneda y uno es el país. Pero al mismo tiempo pueden estallar los recelos. Y aquellos gobiernos que han utilizado las medias verdades en el proceso de construcción europea para evitar las reticencias de parte de la población ya no podrán seguir engañando. Nada más evidente que la moneda para significar que todo ha cambiado. Impacto en la ciudadanía, pero también impacto psicológico en las instituciones, porque en la medida en que están regidas y formadas por personas también tienen enfermedades del alma. ¿Qué queda del Estado cuando pasa a compartir uno de los atributos que más claramente lo constituyen: el monopolio en la acuñación de moneda? Los Estados nacionales tomarán conciencia de que su tiempo ha empezado a pasar y visualizarán la fuga de la soberanía de la que se sentían depositarios a otras partes, por arriba y por debajo. Y un Estado son muchas gentes: sus dirigentes, sus funcionarios, pero también la totalidad de los ciudadanos. Es soberano el que tiene la última palabra. Y la última palabra se marcha en múltiples direcciones: hacia lo local, hacia lo regional y hacia lo supranacional. Este cruce de depositarios de la última palabra es lo que se ha dado en llamar soberanía compartida. Si queremos salvar la democracia en el marco europeo es imprescindible promover los mecanismos de representación que aseguren que siga residiendo en la ciudadanía el fundamento del derecho a la última palabra. Porque Europa no debe olvidar nunca que todo derecho colectivo se funda sobre los derechos individuales, sobre la suma de voluntades de la ciudadanía. El impacto psicológico del euro debería traer una exigencia: el paso a la unión política que se ha estado retrasando deliberadamente porque los Estados nacionales se resisten a perder cuotas de poder y por el miedo a las reacciones de la ciudadanía. Los gobernantes llaman prudencia a la técnica de congelar los problemas que temen afrontar, pero la realidad es terca y los problemas aplazados no desaparecen nunca. Al contrario, a veces se descongelan de modo inesperado y toman la forma de crisis. Europa debe saber dar forma política a su compleja realidad, y en estos casos el sufragio universal siempre es el instrumento más propio. Las actuales elecciones para configurar el Parlamento Europeo no son suficientes para establecer el vínculo entre ciudadanos y gobernantes. Ausentes, por lo general, en las campañas las propuestas alternativas de política europea, acostumbran ser las elecciones ideales para que el electorado ejerza, sin aparente riesgo, votos de castigo contra sus gobernantes. Los partidos de ámbito europeo tienen que perder el miedo al debate político sobre Europa. Sólo entonces las elecciones europeas adquirirán su sentido. Y, asimilado el impacto de la moneda única, hay que empezar a pensar en el presidente único, elegido por sufragio universal. Un presidente que encabece un Ejecutivo competente en política exterior, en defensa y en política fiscal y monetaria. Con estos dos símbolos, moneda y presidente, Europa, por fin, empezaría a ser mucho más que un mercado.

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