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El viejo gigante

PEDRO UGARTE Es imposible, a determinada altura de la biografía de un artista, valorar en su justa medida el aluvión de reconocimientos. Jorge Oteiza, el viejo aireador de todos nuestros demonios, recibe el unánime aplauso público y es designado "vasco universal". (Nada más universal que cualquier ser humano, por otra parte, pero éste es sin duda otro asunto). Y sin embargo hay algo profundamente trágico en ese reconocimiento, algo que convierte, al colérico gigante, en un inocente y viejo cascarrabias. Hay una implícita norma que comparte todo el mundo occidental, pero que en una sociedad especialmente conflictiva como la nuestra alcanza la condición de dogma: sólo el discurso estrictamente político merece atención. Cualquier otro punto de vista, por iconoclasta, destructor y disolvente que parezca, será visto con una amable sonrisa y considerado inofensivo. En vano se desgañitará Jorge Oteiza, con razón o sin ella. No importa que blanda con gesto amenazador su cachava ante cargos políticos o gestores culturales: su ira barojiana, estridente y singular, le valdrá todo tipo de parabienes. El anciano incansable ha zarandeado a nuestras instituciones como jamás lo hubiera hecho un anarquista consecuente. Terco y obstinado, Oteiza lleva años repartiendo estopa, desde la lucidez o la confusión (quién sabe) sin que por ello haya dejado de recibir una celosa reverencia institucional y mediática. Melancólico destino el de Oteiza: fustigador de las instituciones políticas, no deja de recibir aparatosos reconocimientos por parte de las mismas. Sí, hay algo trágico en la crítica social (por virulenta que sea) cuando se realiza desde estrictos parámetros culturales: nadie la toma en serio. Resulta insignificante hasta el punto de que sus ejecutores pueden ser galardonados sin cuento por aquellos a los que tanto desprecian. El intelectual que opina desde la estricta política, en opinión del que escribe, cumple un papel parcial, y a menudo exorbitante. No hay mayor autoridad a este respecto que la de cualquier votante y éste designa cumplidamente a sus legados en el ruedo parlamentario. Pero lo verdaderamente dramático es que, cuando el intelectual se mueve en su terreno (opinando desde el arte, desde la historia o la literatura), cuando, en consecuencia, no roza lo político-partidista, sus puntos de vista tienen tan escasa importancia que, a pesar de tantos esputos discursivos, mejor o peor fundados, los zaheridos por su verbo pueden nombrarlo vasco universal, hijo predilecto o diputado general honorario. Se sabe muy bien para qué sirve un intelectual cuando se mete en la política diaria. Lo que no se sabe tanto es cómo influye en su sociedad aquel que sencillamente cumple con su trabajo. Importa tan poco el contenido de su discurso que las instituciones, sobre todo las nuestras, no dejan de concederle medallas, organizarle homenajes, regalarle estatuillas o concertar con él constantes actos de doma y apaciguamiento. Trágico destino el de Jorge Oteiza, sí. Como trágico fue el de Gabriel Aresti, que dejó escrito en un poema por qué no querría tener nunca una calle con su nombre en su ciudad de Bilbao. Ahora, a despecho de sus palabras, media Bizkaia utiliza su memoria para rotular un callejón, un certamen, un seminario, una galeria, un polideportivo o una carrera local ciclista, o de sacos. El hecho es que, para la sociedad, la última voluntad que un poeta dejó en sus versos no inspira el más mínimo respeto. Quizás esa ineficacia del arte, incluso a efectos de estricto deseo personal, sea una vertiente especialmente prosaica de la hipótesis principal: que el artista es un extraño fabricante de productos extraños, insólitos, más o menos bellos, sugestivos, fascinantes pero, sobre todo, profundamente inútiles.

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