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Tribuna
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La balanza y la espada

La liberación de miles de toneladas de aguas severamente contaminadas en el entorno de Doñana ha supuesto una de las más graves catástrofes ecológicas de los últimos tiempos. Es pronto para valorar las consecuencias porque aunque las de carácter puramente económico que implican a suelos y cultivos pueden ser evaluadas con cierta facilidad, no sucede lo mismo con las que pueden afectar a los acuíferos implicados o al deterioro de los ecosistemas del principal parque de España, que es a la vez pieza clave de un dispositivo global. Dejando de lado ahora la ponderación temporal, espacial y sistémica de las implicaciones de este fenomenal desastre, quiero sintéticamente considerar ahora su valoración en terreno legal.Sin anticipar ni prejuzgar por supuesto cuál sea el veredicto final, sí quiero con pura provisionalidad dejar sentado que mi intuición de jurista ambiental me encamina a hacer gravitar el grueso del peso de la responsabilidad sobre la empresa explotadora, en cuanto que la contaminación suele ser una consecuencia del intento de rentabilizar actividades económicas, abaratando los costes al interiorizar bienes comunes: el agua, el aire, el suelo.

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De aquí que un postulado básico de la disciplina ambiental, cuasi constitucional en el ordenamiento europeo y aún en el mundial a partir de Río' 92, siente con energía la virtualidad implacable de la regla: el que contamina, paga. No es infrecuente además que determinadas empresas trasladen fuera de sus fronteras actividades que no osarían afrontar en las próximas. En mi reciente viaje a Chile me informé por la prensa de que se había descubierto en Africa la creación de un vertedero de residuos de plomo y cadmio de 19.000 toneladas, que habían ya producido intoxicaciones constatadas; coincidencia significativa: se trataba de la empresa Bolinden Metall.

El Código Penal, en su actual versión de 1995, castiga al que contraviniendo las disposiciones de carácter general protectoras del medio ambiente realice directa o indirectamente vertidos en las aguas terrestres, remitiéndose en otro artículo a los daños graves en los sistemas naturales. La Ley de Espacios Naturales de 1989 reprime por su parte la realización de vertidos o el derrame de residuos en estas áreas. Aunque parece que nadie ha autorizado los vertidos que nos ocupan, en orden a valorar sus consecuencias para los posibles responsables, habría que ponderar otras circunstancias, no sin antes advertir que aunque a efectos penales haya de tenerse en cuenta la culpa, ésta tiene en el campo del ambiente modulaciones sensibles en función de la responsabilidad derivada de la existencia del riesgo y a este efecto es interesante constatar que, según mis informaciones, se viene denunciando la situación de peligro por esta causa desde 1976, lo que reiteradamente ha conocido el Patronato del parque, e incluso el juez.

No conozco los trámites de la autorización supuestamente emitida por la consejería competente para la disciplina minera, ni si se pusieron condiciones al cerramiento de la balsa, indudablemente realizado sin las debidas precauciones como demuestran los hechos. Interesaría saber si, como exige la Ley de Aguas de 1985, se expidió autorización administrativa para «el vertido de aguas y de productos residuales susceptibles de contaminar las aguas continentales», así como para las «balsas o excavaciones, mediante evacuación, inyección o depósito», teniendo en cuenta además que, ante el riesgo de infiltración que indudablemente se presenta en nuestro caso, aun sin rotura de la presa, sólo podrían autorizarse estas instalaciones «si el estudio hidrológico previo demostrase su inocuidad».

Hay bastantes interrogantes, que si se despejan, pudieran impulsar a algún juez de la Audiencia Nacional a desplazar sus actividades al norte de Europa.

Ramón Martín Mateo es catedrático de Derecho Administrativo.

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