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Tribuna
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La Cizaña

Así como la lluvia cubre de setas los bosques, la tormenta descargada sobre el PSOE por el inesperado triunfo de Borrell sobre Almunia en las primarias ha decorado el paisaje periodístico gubernamental con una súbita floración de admiradores del nuevo candidato socialista a la presidencia del Gobierno. Hasta Jaime Campmany, el jefe del Sindicato Vertical del Espectáculo y director del Arriba tardofranquista que logró reciclarse durante la transición como zafio bufón de la derecha monárquica, entró en éxtasis ante una divina sorpresa digna de Charles Maurras; el antiguo paladín falangista de la camisa azul y la revolución pendiente escribía el pasado domingo: "Borrell puede personalizar y protagonizar con sinceridad y quizá con acierto la necesaria regeneración del partido socialista, ese partido que hoy por hoy, y tal vez para siempre, resulta indispensable en nuestra democracia". El entusiasmo hacia el PSOE de Pablo Iglesias mostrado por este agradecido admirador de los caballerosos militares argentinos y chilenos que se sublevaron contra el orden constitucional en los setenta tiene una razón: la victoria de Borrell significa "el final del felipismo". Campmany y sus compañeros en el alegre baile de carnaval inagurado durante la anterior legislatura (algunas de cuyas interioridades puso al descubierto Luis María Anson -el director de Abc- hace unas semanas) se han distribuido los papeles en la comedia mediática montada para impedir una derrota del PP en las próximas elecciones. Los periodistas y los tertulianos trasvestidos de verdaderos socialistas o demócratas auténticos, que llamaron durante años asesinos, ladrones y pesebristas a los 380.000 militantes y los 9 millones de votantes del PSOE, elogian ahora ad nauseam, como gran esperanza de la izquierda honrada, a una persona a la que desprestigiaron y calumniaron con saña cuando era secretario de Estado de Hacienda y ministro de Obras Públicas en el gobierno presidido por Felipe González. Los publicistas disfrazados de vestales de la palabra dada amenazan a Joaquín Almunia con el linchamiento moral en el caso de que se atreva a desobedecer sus instrucciones de dimitir irrevocablemente como secretario general socialista, provocando así la convocatoria de un Congreso Extraordinario del PSOE; las antiguas imprecaciones contra el hiperliderazgo de estos titanes de la coherencia están ya olvidadas: ahora opinan que Borrell debe reunir en sus manos cuando antes la doble púrpura de la candidatura a la presidencia del Gobierno y la secretaría general del PSOE.

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El propósito de ese baile de carnaval resulta diáfano. El objetivo es sembrar la cizaña dentro del PSOE, agudizar sus contradicciones, echar vinagre sobre las heridas abiertas por las primarias y forzar la dimisión de Almunia para abrir un conflictivo interregno de varios meses que mantenga a los socialistas ocupados en lavar la ropa sucia ante la vista del respetable público. De esta forma, el terreno quedaría expedito para que Aznar -con el viento de cola de la entrada de España en la tercera fase de la Unión Monetaria, el auge del ciclo económico y las expectativas creadas por la reforma del Impuesto sobre la Renta- disolviese las Cortes, convocase elecciones a la vuelta del verano y lograse una desahogada mayoría absoluta. Porque los envenenados elogios a Borrell como representante del socialismo honrado llevan aparejado el gozoso lamento por su pronunciado giro a la izquierda, que dejaría al PP el monopolio del caladero electoral del centro.

Los parlamentarios socialistas pidieron ayer a Joaquín Almunia que no dimita como secretario general del PSOE. Nada hay, en verdad, que le obligue a dar ese paso. La rectificación hecha por Almunia de su inicial amago de dimitir en el caso de perder las primarias permitió que la candidatura de Borrell no quedase negativamente hipotecada; resultaría absurdo pretender que la renuncia a tal condición resolutoria sólo dejase de ser válida caso de perjudicar electoralmente a quien la adoptó. La bicefalia, es decir, el reparto de papeles entre el secretario general y el candidato a presidente de un mismo partido, tiene precedentes tanto en la socialdemocracia europea (Alemania, por ejemplo) como en federaciones del propio PSOE (Cataluña, Castilla-La Mancha y Galicia). Ciertamente sería un abuso coaccionar a Joaquín Almunia para que permaneciese en su puesto y compartiese responsabilidades con Borrell si no se siente con fuerzas para la tarea; también es verdad, sin embargo, que su dimisión arrastraría al desprestigio y dificultaría en el futuro la celebración de las primarias, una innovación asociada ya para siempre con el arrojo, la dignidad y la generosidad de su gesto.

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