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Los niños, esclavos perfectos

El arrepentimiento por las ignominias pasadas está de moda. Pueblos, Estados e instituciones entonan el mea culpa por las infamias de su pretérito buscando lavar con ello las manchas más negras de su memoria histórica. Así con la esclavitud. Llevamos varias semanas celebrando nuestra condición de negreros contritos y complaciéndonos en la magnanimidad de nuestra autoabsolución. El 30º aniversario del asesinato de Martin Luther King, el periplo comercial africano de Clinton y la conmemoración este último fin de semana, en Francia y en el Caribe, de la abolición de la esclavitud hace 150 años se han situado bajo el mismo signo. Pero esa avalancha de arrepentimientos, sin enmienda ni reparaciones, se queda en lo que es: un cínico ejercicio de retórica política. Pues al mismo tiempo que algunos intentan declarar la esclavitud crimen contra la humanidad, más de doscientos millones de seres humanos siguen sometidos a la condición de esclavos, y los modos actuales de esa realidad inicua son menos visible pero más crueles y abyectos. El caso más infamante es el de los niños, paradigma del esclavo del siglo XXI. Vendidos y comprados al por mayor, enrolados en las guerras como carne de metralla, violados y prostituidos en burdeles inmundos, explotados en el campo y en los talleres clandestinos, convertidos en blanco privilegiado de todas las violencias, en víctimas propiciatorias de todas las frustraciones colectivas, devorados por el hambre, objeto de infanticidios, torturas y mutilaciones. Esta trata de niñas y niños, este verdadero genocidio de la infancia, no es una práctica oscura y clandestina, sino que son hechos y comportamientos que todos conocemos y cuyas estremecedoras cifras están avaladas por instancias internacionales de gran fiabilidad.

Sólo dos casos. Primero, los conflictos bélicos. En Somalia, la guerra ha condenado a muerte por malnutrición al 75% de los niños de menos de cinco años; en la guerra de Irán contra Irak, los niños formaron las avanzadillas que atravesaron los campos minados, y más de 50.000 murieron en ellos; los embargos en Haití, Burundi, Irak, etcétera, tuvieron como víctimas preferidas del hambre a los niños, y en este último país los muertos superaron el medio millón; el negocio de las minas antipersonales que ha convertido a muchos países del sur en un inmenso territorio minado -cerca de 110 millones de minas se han sembrado en nuestro planeta- ha hecho de algunos de ellos espacios de alto riesgo -Afganistán, entre diez y quince millones de minas; Camboya, ocho millones de minas, una por habitante- y ha sido el responsable de los más de 600.000 mutilados de los cuales casi 400.000 son niños y niñas; los francotiradores de Sarajevo, los beligerantes de Ruanda, apuntando a los niños antes que a los adultos; la radio Mil Colinas repitiendo durante meses y meses del año 1994 el mismo mensaje: «Para acabar con las ratas, hay que matar a las ratitas», es decir, a los niños; y quizá lo más monstruoso de todo, el amaestramiento de niños de 8 y 10 años en el crimen bélico, su conversión en máquinas de matar, la producción del niño lobo condicionado para matar por razones colectivas, tribales, ideológicas, a su propia familia. Luego, el sexo infantil. Los niños, esclavos sexuales que nos ofrece la publicidad de los voraces operadores turísticos occidentales y que encontramos en tantos paraderos de Internet que propician los exquisitos hedonistas de la pedofilia. En Filipinas, más de 100.000 niñas y niños prostituidos y sometidos a todo tipo de abusos y maltratos, cuya horrible consecuencia son los 650.000 menores de 14 años que se calcula que padecen sida en el mundo.

Aprovechemos la celebración de estos días contra la esclavitud para acabar con la de los niños. Asociémonos a la lucha de Unicef y a la de todas las ONG que colaboran con ella. Nos va, en esa apuesta, nuestro honor de seres humanos y nuestra credibilidad como demócratas.

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