Los sillones presidenciales
No sabemos qué poderes ocultos, mágicos, tienen los sillones presidenciales. Los candidatos pasan por todas las pruebas de este mundo, con sus vocaciones férreas, y consiguen ser elegidos por cinco años, por seis, por el tiempo que sea. Llegan, sin embargo, al sillón presidencial, con sus bandas bicolores o tricolores, con sus símbolos republicanos, con sus sonrisas y sus trajes nuevos: llegan, repito, se sientan y casi de inmediato se transforman. Experimentan, en la gran mayoría de los casos, metamorfosis extraordinarias. Llegan como sencillos y campechanos presidentes de la República, pero a poco andar, contaminados por la magia del sillón, no se contentan con nada menos que ser reyes, monarcas absolutos y vitalicios. La reforma de la Constitución, la posibilidad de la reelección, pasa a convertirse en la principal preocupación del Gobierno. Para que la estabilidad macroeconómica continúe, para que el crecimiento del PIB no se interrumpa. El fenómeno se repite, de diferentes maneras, con matices diversos, en Argentina, en Perú, en Brasil, en muchos otros lados. Todavía no ha llegado hasta nosotros, en esta etapa de la democracia más o menos «protegida», pero no es imposible que llegue en un futuro cercano. Parecería que las condiciones de la economía de este final de siglo, con su necesidad imperativa de confianza, de reglas del juego seguras, imponen un rechazo instintivo de las caras nuevas. Cuando un presidente ha dado sus pruebas, cuando ha demostrado que respeta ciertas normas no escritas y que conoce su oficio, las llamadas fuerzas vivas de la economía prefieren que no cambie nunca. Es por eso que una fuerte gripe o una afección más grave, sobre todo cuando se trata de mandatarios de países importantes, hace bajar las bolsas de comercio. ¿Ven ustedes?, parecen decirnos entre líneas los presidentes posmodernos: si nos cambian, si nos piden que bajemos del sillón al terminar nuestros periodos, olvídense del crecimiento del producto, de las inflaciones controladas, de las suculentas exportaciones, de las políticas razonables. Todo depende, desde luego, de que la reforma constitucional lo permita y de que «la gente lo pida». La gente, digo yo: ¡qué ficción, qué entidad sin cara y sin nombre!
En el pasado republicano nuestro, la idea de la rotación, de la sucesión presidencial obligada, aunque a veces no se cumpliera, era central. Era el principio dominante. La superioridad institucional del Chile del siglo XIX, por ejemplo, aquello que se llamó la religión del Estado, tenía que ver, en buena parte, con la vigencia del sistema de los decenios y con la prohibición de una segunda reelección. Al término del primero de los decenios, el de Joaquín Prieto en 1841, el fenómeno, que después nos parecería normal, era de una novedad política extraordinaria. Andrés Bello escribió que «el espectáculo de un presidente que... baja del más alto puesto para cederlo al elegido del pueblo» se veía por primera vez en América del Sur. Y el general José de San Martín, desde su destierro de Boulogne-sur-Mer, donde observaba con amargura la situación de las ex colonias hispanoamericanas, con un estado de ánimo parecido al de los años finales de Simón Bolívar, constataba, sin embargo, al conocer el paso pacífico del primer decenio presidencial chileno al segundo, que Chile era el único país que había «resuelto el problema de que se pueda ser republicano hablando la lengua española». Nosotros, después de un paréntesis bastante largo, hemos reanudado con la tradición que impide la reelección inmediata de los jefes de Estado. No parece una tradición verdaderamente amenazada en Chile en este momento, pero no hay que olvidar que hace menos de diez años, durante el plebiscito sobre el pinochetismo, mucha gente de tendencia conservadora, pero sin mayores simpatías autoritarias, votaba por el «sí» porque parecía una garantía de la continuación de la bonanza económica.
En otras palabras, ya no confiamos tanto, como confiábamos en el pasado, en que la solidez de las instituciones asegure el desarrollo de la economía. Confiamos muchísimo más, aunque parezca extraño y aunque en el fondo sea ilógico, en determinadas personas. La gente que ha prosperado en los últimos años en Argentina, y que es mucha, sin duda, parece preferir que Carlos Menem sea reelegido. Los empresarios que antes apoyaban la candidatura presidencial de Mario Vargas Llosa en Perú y que ahora han hecho espléndidos negocios quieren que Fujimori sea presidente toda la vida. Nos dicen, por otro lado, que la reelección de Fernando Henrique Cardoso es indispensable para que no se derrumbe la economía brasileña. Con su inteligencia, con su cultura, con su espíritu democrático, el presidente Cardoso goza de toda mi simpatía. Pero esto de cambiar las normas constitucionales durante el periodo del interesado no me convence para nada.
El régimen parlamentario de la mayoría de los países europeos permite que los políticos más competentes duren largo tiempo en sus cargos, sin que esto, por lo menos en apariencia, ponga en peligro el sistema democrático. Nosotros hemos pensado desde hace tiempo, aquí y en casi toda América Latina, que el parlamentarismo a la europea no se aviene con nuestra idiosincrasia, que necesitamos un poder ejecutivo fuerte. Hemos creado un ejecutivo así y nos hemos empeñado en limitar su poder de diferentes maneras. Ahora bien, un ejecutivo fuerte con la reelección asegurada es la más perfecta de las dictaduras. Si el sistema se empieza a imponer en países importantes del continente, habremos regresado, en vísperas del siglo XXI, por vías indirectas, por el camino más largo, al siglo XIX, al de los caudillos bárbaros y los caudillos un poco menos bárbaros.
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