Doctora, ¿por qué tengo las manos frías?
La pregunta fue planteada días atrás en una consulta médica de un gran hospital del sistema público de salud. Es verdad que la primera respuesta que a una se le ocurre puede rozar la mala educación. Pero ante la posibilidad de perder la oportunidad de entablar la relación especial que debo mantener con mi paciente, intento saber por qué le inquieta tener las manos frías. No pude evitar pensar, cuando la mujer abandonó la consulta, en cómo hemos llegado a esta situación. Porque estas preguntas imposibles no representan, ni mucho menos, un caso aislado. Con demasiada frecuencia el paciente te plantea situaciones, estados de ánimo e incertidumbres (incomodidades, en definitiva) que no se encuentran, necesariamente, relacionadas con los conocimientos médicos. Afortunadamente, esta situación no ocurre en todos los campos de la activudad médica. Alrededor del escenario quirúrgico o cuando se trata de aplicar terapias concretas, el diálogo entre médico y paciente se suele establecer de forma espontánea. Si los resultados son los esperados, ambos celebran el éxito. Si ocurre lo contrario el caso puede, incluso, acabar en los tribunales. Pero, desde luego, a nadie se le ocurre atribuir el fracaso de una intervención o de un diagnóstico equivocado al deterioro de la especial relación entre médico y enfermo. Es en la consulta médica, sentados frente al paciente, en el marco donde se deberían dar -al menos, teóricamente- las mejores condiciones para establecer nuestro terapéutico flujo empático, donde nos tenemos que enfrentar con las demandas imposibles. Averiguar cómo hemos llegado a esta situación, en la que la consulta del médico asume el papel de gran bazar (un todo a cien, en el caso del seguro) supera los límites de este artículo. Pero sí creo que debo aportar algunas de las reflexiones que me he planteado a lo largo de 20 años de ejercicio. Y la primera es saber por qué los médicos nos mantenemos en este juego, aferrados al papel de poseedores de un saber universal y seguimos, todos los días, enfrentándonos a preguntas imposibles, personalmente o remitiendo al paciente a otro especialista. Porque la única limitación que parecemos dispuestos a admitir, de buen grado, es la que se refiere a la convencional, y ya obsoleta, parcelación de nuestros saberes. Porque puede que la especial relación médico-paciente tuviera sentido en los tiempos en los que la medicina compartía con la magia alguna que otra explicación fenomenológica y que su singularidad se prolongase cuando, ya desarrollada como ciencia, el cuerpo enfermo se convirtió en la única fuente de información para el médico. Por ello se imponía un estrecho contacto entre ambos. Pero hoy en día creo que a pocos profesionales les resulta gratificante mantener esa escenografía que todavía se nos predica y que intentamos resolver, cada uno, lo mejor posible, cada uno con su particular estilo. Desde el paternalista bien intencionado que fabula una explicación para dejar al paciente tranquilo, a los tecnócratas de la ciencia médica. Estos últimos suelen realizar afirmaciones rotundas, dotadas de una gran autoridad científica que suele dejar bastante apabullado al que consulta. Entre ambos modelos existe toda una gama de comportamientos: el paternalista seductor, el enterado, pero de pocas palabras o simplemente, antipático; el descontento con la organización y con la tacañería de los recursos de la institución para la que trabaja; el que disimula sus dudas siendo, aparentemente, muy meticuloso, pidiendo muchas exploraciones y apoyando su criterio con múltiples consultas a compañeros especialistas. Todas las variantes del comportamiento humano, en definitiva, pero con el común denominador del empeño en mantener, a toda costa, la imagen del médico conocedor de todas las respuestas. Aunque las preguntas sean imposibles. Afortunadamente, ya estamos en condición de pasar página. Totalmente incorporada a la práctica médica existe una tecnología capaz de aportarnos mayor información y más veraz sobre el cuerpo humano sin que necesitemos, prácticamente, cruzar con el paciente ni una sola palabra fuera de las preguntas concretas que estimemos oportuno formular. Y no parece que una actitud de confianza hacia el profesional se determine por el flujo de sentimientos que establezca la pareja que nos ocupa. Es decir, que del mismo modo que ocurre en otras actividades, se acude a un determinado profesional porque tenemos buenas referencias de él o de la institución donde trabaja. Es decir, que continuar esgrimiendo la pérdida de la privativa relación entre médico y paciente como una carencia, en la actual práctica médica, puede resultar una manera presentable de manifestar nuestra añoranza por un status económico y social que ya perdimos. Pero se convierte en una mala fórmula para enfrentar el futuro queriendo, además, aprovechar todas las nuevas oportunidades que se abren cada día. Puede que vaya siendo hora de reconocer que la relación médico-paciente no es una circunstancia con entidad propia y que no debería presentar otra singularidad que la que marcan las reglas de buena educación. La relación puede llegar a ser espléndida, según la concepción que cada médico posea de las cualidades adecuadas al oficio: compasión, trato fácil, tolerancia e inteligencia, en este último caso, también por parte del paciente. Pero no tiene por qué diferenciarse del resto de relaciones profesionales.
Elena Martín es médico especialista en ginecología del hospital La Fe de Valencia.
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