Una villa caminera de vocación histórica
Uno de los cientos de legajos que recogen su historia dice que Lanestosa "no tiene más terreno entre población y labranza que como dos a tres tiros de fusil de largo y medio tiro escaso de ancho". Una gráfica explicación para su poco más de un kilómetro cuadrado de extensión que hace de esta villa la más pequeña del territorio vizcaíno. Si a esto se une su lejanía de la capital no es de extrañar que Lanestosa, casi en tierra de nadie (rodeada por Cantabria en sus tres cuartas partes), sea casi desconocida, sobre todo ahora que no es parada obligatoria en la carretera de Burgos a Laredo como lo fue para los que hacían la ruta indispensable de Castilla al mar. Este pequeño valle encerrado entre el de Carranza y el de Soba ha sido durante siglos, sin embargo, un camino imprescindible para todos aquellos que querían acceder a la meseta o llegar hasta el Cantábrico. Lugar de paso natural, su historia está salpicada de anécdotas de viajeros ilustres que pernoctaron en sus posadas y de trajineros y arrieros que tenían allí el lugar idóneo para su descanso. Idóneo e idílico: encajada entre montañas de escasa altura, la fértil y boscosa villa aparece de sorpresa al viajero castellano que ha conseguido descender por el puerto de Los Tornos y se cierra por el norte en un desfiladero decisivo en el asentamiento de gentes desde el Paleolítico hasta hoy. Un pequeño paraíso con título de villa desde que se lo diera Diego López de Haro. Y de este modo fueron diseñadas sus calles, al estilo de las villas medievales. En sentido Sur-Norte se distribuyen las arterías vitales de Lanestosa: entraban los carreteros con las lanas de Castilla por la calle Real y seguían por la Correo hasta salir del pueblo. En esta hondonada rodeada de bosques, la música de fondo era ese rechinar de las ruedas de las carretas que caracterizaba los caminos del País Vasco, según viajeros románticos como Gautier o Víctor Hugo. Entre los que pasaron por Lanestosa encuentran, según la tradición, una madre y su hija, con destino al puerto de Laredo, y un joven hijo de esta última que iba en dirección a la Corte de Valladolid. Las primeras eran la reina Isabel la Católica y su hija Juana, luego motejada La Loca, que a finales del siglo XV pernoctaron, cuando iban a Flandes con motivo de la boda de Juana, en un claro situado en medio del desfiladero que cierra Lanestosa por el norte. Años más tarde hizo lo propio en ese mismo lugar su hijo Carlos I, días antes de enfrentarse a los comuneros en Valladolid. De esta coincidencia debe venir que al lugar se le conozca como "el jardín de la reina" o "el huerto del rey". De lo que no hay constancia toponímica, pero sí documental, es del valeroso combate que enfrentó a las tropas del general Espartero contra una unidad carlista que se hizo fuerte en las cuevas de este desfiladero, bajo la peña La Lobera, y que imposibilitaba la entrada y salida del pueblo con una pieza de artillería. La arenga del militar liberal a sus tropas da fe de lo impresionante del paraje: "Soldados: estas formidables rocas de Lanestosa, donde los rebeldes, encastillados, se creían seguros, han sido dominadas por vuestro valor y ellos, lanzados con ignominia. Esos desfiladeros y esas monumentales rocas, vigías permanentes de esta muy noble villa, donde pensaban fueseis sepultado, sin más que desprender moles de piedra, han quedado expeditos". Para el viajero que llega a Lanestosa desde Cantabria, el paso por esta garganta descrita por Espartero no da idea de lo que se encontrará al salir: un valle que hoy mantiene todo el sabor de aquella época, con unas gotas de esencia indiana que refuerzan ese cosmopolitismo que siempre caracterizó a esta villa encartada. Porque fueron muchos los hijos de Lanestosa que tuvieron que emigrar dadas las limitadas posibilidades que ofrecía el pueblo para los jóvenes. La gente debía marchar en pos de mejor fortuna (a Lanestosa sólo emigraban las madres pasiegas para obtener la hidalguía para sus hijos por nacer en villa vizcaína) y alguno de los que salieron regresó como millonario como aún hoy reflejan las casonas que salpican el pueblo. Así, Lanestosa fue la primera localidad de Vizcaya en contar con luz eléctrica, el ruido del motor de los automóviles de los millonarios de ultramar sustituyó pronto al chirriar de las carretas y hasta el rey Alfonso XIII se acercaba de vez en cuando a cazar con los indianos de la villa. Fue un esplendor efímero: el camino de Castilla al Cantábrico se había trasladado y el espejismo indiano había reemplazado por un tiempo aquel trajín de antaño. Pero el valle pronto se sumiría en la calma chicha que hoy le caracteriza y que la hace atractiva a los ojos de los forasteros, aunque no tanto a sus vecinos que ven cómo la otrora inquieta villa se apaga. Si alguna huella queda en Lanestosa de aquel ajetreo es en el número de tabernas (cinco, incluida la Abacería, indudable centro neurálgico del pueblo) prolongada en la fama de sus fiestas patronales del 5 de agosto, cuando se celebra uno de los actos más sentidos por los nestosanos: la danza de los arcos, cuya belleza y originalidad atraen a numerosos visitantes, y logra que el pueblo salga en los periódicos por lo menos una vez al año. Además, Lanestosa es un pueblo que por su encanto y tranquilidad provoca una querencia inaudita: en esos días vuelven con emoción muchos de los hijos del pueblo que tuvieron que salir ante la falta de oportunidades de una villa caminera con vocación histórica y que ahora languidece a la espera de un revulsivo que vuelva a animar sus calles.
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