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El problema es Yeltsin

El presidente ruso, Borís Yeltsin, no tenía nada sustancial que ofrecer a la Duma (la Cámara baja del Parlamento) para convencerla de que ratifique a Serguéi Kiriyenko como primer ministro. Ni cambio de política, ni Gobierno de coalición. Ambas opciones están excluidas. Es lógico. Una cosa es mover los peones para mantenerse en el poder, y otra muy diferente cambiar de juego. El líder del Kremlin ha tenido que echar mano, por tanto, de la persuasión, la presión y el chantaje puro y duro: o la Duma se plegaba a su voluntad o sería disuelta. El espectáculo es lamentable. Un presidente enfermo y con sus capacidades físicas y mentales claramente disminuidas se agarra al poder y a las atribuciones que le da una Constitución que se redactó a su medida. Sin necesidad aparente, hace estallar una crisis que es lo último que necesita el país para frenar la caída hacia la bancarrota y el caos. La destitución del Gobierno de Víktor Chernomirdin sólo se entiende en clave de lucha por el poder y en la perspectiva de las presidenciales del año 2000.

Puede que Serguéi Kiriyenko demuestre que es un político hábil y preparado, más incluso que su predecesor, pero su difícil confirmación es, en el fondo, un reflejo del auténtico problema, pero no el problema en sí. El ex ministro de Energía es un instrumento de Yeltsin, que le ata corto, le obliga a definirse como "hombre del presidente" y no le permite esbozar ni una idea propia.

En dos comparecencias ante la Duma, Kiriyenko, para el que su nombramiento fue una sorpresa total, no ha esbozado una sola idea que no parezca copiada de la línea de Gobierno de Chernomirdin. Y, si es así, ¿a santo de qué viene todo este embrollo?

Los comunistas, sus aliados de izquierda y los liberales de Grigori Yavlinski -es decir, una clara mayoría de la Duma- empiezan ya a denunciar que el auténtico problema es Yeltsin, su forma caprichosa de gobernar, la corte de los milagros de la que se ha rodeado en el Kremlin, su precaria salud y la pérdida de capacidad que eso supone, el exceso de poderes que acumula, su obsesión por eliminar a cualquiera que le haga sombra y su desprecio apenas velado por el Parlamento.

A este hombre que dirige el país más grande y la segunda potencia nuclear del planeta le gusta compararse con Pedro el Grande e incluso ha llegado a autodenominarse Borís I. Pero no hay que tomar a broma su megalomanía, sobre todo cuando se hace sentir, ¡y cómo!, en las grandes decisiones de Estado. Cuando Yeltsin ordenó en octubre de 1993 bombardear la Casa Blanca, en la que se había atrincherado un Parlamento rebelde, Occidente, tras un leve titubeo, se puso del lado del presidente, a quien consideró la mejor garantía de que no habría vuelta atrás.

Pero cuatro años y medio más tarde, cuando esta posibilidad parece excluida, puede que este apoyo se esté empezando a resquebrajar. No se trata tan sólo del peligro de una explosión social debida a que la provocada por el hecho de que la cuarta parte de la población esté en la miseria (lo reconoció el propio Kiriyenko). Ni siquiera del asalto al poder lanzado por el crimen organizado. Lo peor es que el futuro empieza a ser impredecible.

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Cada vez resulta menos evidente que Yeltsin sea capaz de controlar las tormentas que él mismo desata. Su pretensión de optar a un tercer mandato o de colocar en el Kremlin a quien él decida puede fracasar. Los magnates que hicieron posible su victoria en 1996 están ahora divididos y el líder del Kremlin no puede dar por seguro su apoyo.

Además, su poder ya no es tan absoluto. Ha tenido que ir cediendo terreno a los líderes regionales, ha visto descomponerse un Estado que no puede hacer frente a sus necesidades básicos, ha aumentado la dependencia de Rusia del exterior y ha tenido que ajustar decisiones clave a las exigencias del Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional.

Por otra parte, ha visto cómo surgen líderes que le hacen sombra, incluso en su bando, como el alcalde de Moscú, Yuri Luzhkov, y una de sus propias criaturas, Víktor Chernomirdin. Su capacidad de control se desvanece se va desvaneciendo, pese al temor reverencial que aún se tiene en Rusia por el poder central.

Si esta batalla se librase según las normas de una democracia occidental, sería Yeltsin el que estaría en la cuerda floja. Nada debería haber hecho cambiar a una Duma que ya había rechazado por dos veces a Kiriyenko. Ni siquiera la amenaza de disolución. Pero en Rusia hay que contar, por ejemplo, con la resistencia de muchos diputados a perder sus escandalosos privilegios y con el temor de la oposición a que Yeltsin aproveche que no hay Parlamento para tomar por decreto decisiones clave o montar escenarios, incluso por encima de la Constitución, que consoliden su poder semiabsoluto. Después de todo, si el problema es Yeltsin, la Duma es su reflejo, aunque sea al otro lado del espejo.

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