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Males regenerativos

José María Ridao

Si se exceptúa la fecha del desastre colonial, pocas veces ha resultado en España tan frecuente hablar de regeneración como en el periodo transcurrido desde 1993, año que tantos fantasmas desenterró y que, tardé o temprano, habrá de contabilizarse entre las efemérides aciagas. Término generalizado en la obra de Macías Picavea, Lucas Mallada o Joaquín Costa, la regeneración -aquella regeneración- acabó por proponer soluciones metafóricas a diagnósticos no menos dependientes de imágenes verbales, de representaciones o alegorías de difícil contraste con la realidad. Así, al pulso desfalleciente de la nación, a su postración senil y su marasmo se le fueron prescribiendo remedios de similar perfil y parecidas resonancias, como los cerrojazos al sepulcro del Cid, la cirujía de hierro sobre el cuerpo tumefacto de la raza, o, incluso, aquel escalofriante sacrificio de un millón de españoles, a los que Ganivet proponía arrojar a los lobos en prevención de que -según dejara escrito en su Idearium- acabásemos todos hozando con los puercos.Desde luego, a exasperada vehemencia de este discurso, su difuso halo de convulsión apocalíptica y, al mismo tiempo, de ensoñación febril y calenturienta, deberían haber bastado para que, transcurrido un siglo, la regeneración hubiera ingresado en el panteón de las ideas fósiles y extravagantes. Para que, emprendido el camino de la normalización política, económica y social, el país se desembarazara de una vez y para siempre de una retórica concebida para la excepcionalidad, para un supuesto estado comatoso del que sólo podría despertar con medidas tan desesperadas Como extremas. Durante casi dos décadas, de hecho, el lenguaje político de la transición pareció avanzar en esta saludable dirección, evitando hasta el más leve acento regeneracionista y desencadenando, mientras tanto, transformaciones que se cuentan entre las más profundas y esperanzadoras de la reciente historia, de España. ¿Por qué, entonces, se desatan todos los vientos en 1993? ¿Por qué distintas voces, no siempre brillantes ni dignas de especial admiración, se creyeron de pronto obligadas a recuperar la vieja retórica y a exigir, una vez más, que se devolviese al país su ser perdido?

Tal vez un error en que se incurre al analizar lo que pasó en 1898 y lo que nos ha tocado vivir en estos años grises, consista en creer que la retórica de la regeneración deriva o es consecuencia de situaciones de insostenible gravedad. A la vista de las recientes revelaciones sobre las diversas concertaciones para desalojar al Gobierno socialista, puede, sin embargo, que el verdaderosentido de esa causalidad, de esa dependencia, sea exactamente el contrario. Esto es, puede que la retórica de la regeneración sea autónoma y anterior a cualquier marasmo o decadencia, a cualquier degeneración de las instituciones. Se trata, claro, de una simple hipótesis. Pero si al cabo resultase confirmada, la regeneración aparecería entonces, no como una estrategia para mejorar el futuro, sino como una forma brutal y categórica de menospreciar el presente, como una radical puesta en cuestión del orden pactado y capaz de favorecer, por tanto, las adhesiones más insospechadas, las alianzas entre las posiciones más extremas.

Desde esta perspectiva, resulta tal vez ilustrativo el que el primer rasgo de todo regeneracionismo, su obsesión preliminar e irresoluble, sea convencer a los ciudadanos de que lo que viven es peor, mucho peor, muchísimo más grave de lo que perciben e imaginan. Los dicterios de hace un siglo contra quienes disfrutaban de una plácida tarde de toros mientras allá, en Cuba y Filipinas, se perdía una guerra que diezmaba vidas y recursos, habrían sido así el equivalente de tantas voces como han clamado desde tertulias y diarios ante un país supuestamente vencido, como entonces, por la modorra. Ahora bien, mientras en 1898 el discurso regeneracionista tiraba por elevación, mirando a las quiméricas alturas de la grandeza nacional o de la superioridad de la misión evangelizadora, el de estos tiempos parece haberse inclinado por la puntería a ras de suelo, destapando para espanto y consiguiente catarsis pública ésta o aquella escotilla de la que emana un hedor subterráneo y, se supone, general.

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Por otra parte, y siempre en consonancia con la hipótesis de que no sea la decadencia la que clama por la regeneración, sino la regeneración la que necesita irremediablemente a la decadencia, el segundo rasgo del idea redentor parece ser el de encontrar la cima, o pretérita arcadia desde la que España habría ido despeñándose y a la que, convenientemente sacudida de su anormal letargo, debería regresar. También en este punto coincide la retórica de hace un siglo con la contemporánea. Pero mientras aquélla encontró sin mayor dificultad el referente en que mirarse -ensalzando las acciones de una reina usurpadora y su católico consorte, alabando las décadas turbulentas de Felipe II-, el regeneracionismo más reciente no acaba de saber a qué carta quedarse, corriendo un día hacia un Azaña convenientemente interpretado y, al siguiente, en dirección a un Cánovas arrancado de su tiempo. En cualquier caso, y al, margen de las preferencias más o menos consolidadas, en lo que, sí coinciden el viejo y el nuevo, discurso es en negar cualquier valor al pacto fundacional del régimen bajo el que viven. Restauración para los de entonces y transición para los de ahora. Lo bueno, lo valioso, siempre reside en algo que fue en un remoto pasado. Y, por supuesto, en algo que habrá de ser también en el futuro, precisamente el día en que el ideal de la regeneración se instale en el poder.

Pues bien, instalado por fin en el poder, el tercer y último rasgo de cualquier proyecto redentor sería el de convencer a los ciudadanos de que aquella realidad más funesta de lo que mostraban los sentidos se ha convertido, súbitamente como por milagro, en un prodigio de bondades. Lo que iba mal de pronto se endereza, los vicios se convierten en virtudes y, en definitiva, una radiante primavera -por lo demás, tan inapreciable o virtual como el crudo invierno previo- florece de punta a punta de nuestra rica y varia geografía. Regeneracionistas hubo así en España que, aplicados a esta labor de embellecer la realidad que antes habían encontrado en tan lamentable estado, se arrogaban como uno de sus méritos mayores el de festejar años de paz, olvidando como por acaso que habían sido ellos, precisamente ellos, los que desencadenaron los tres años terribles. Del mismo modo, no son pocos hoy los que, entre los activos de la nueva regeneración, cuentan el fin de la crispación política, como si, pese a lo que se ha venido, a saber después de tanto, ésta se hubiera producido por causas ajenas a su voluntad.

Se trata, claro, de una simple hipótesis. Pero si, en contra de lo que se ha pensado durante un siglo, la retórica de la regeneración no fuera resultado de ninguna situación insostenible, sino a la inversa, la consecuencia de ello es que los ciudadanos tendrían hoy tantos motivos para la tranquilidad como para el desasosiego. Para la tranquilidad, porque el país habría demostrado la misma inmunidad frente a las predicaciones catastrofistas que frente a los panoramas súbitamente risueños. Para el desasosiego, porque sus problemas -sus males, que dirían Macías Picavea, Lucas Mallada o Joaquín Costa- no se cifrarían en decadencia o degeneración alguna. Antes al contrario, se trataría de males regenerativos, es decir, de imágenes o representaciones derogatorias del presente, y que van inoculando poco a poco el virus de la división y del sectarismo.

José María Ridao es diplomático.

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