El riesgo moral del Fondo Monetario
A lo largo de los últimos meses hemos leído y oído un gran número de críticas sobre los paquetes de rescate y las intervenciones del Fondo Monetario Internacional (FMI) en respuesta a la crisis financiera asiática. Por un lado, ha habido un rechazo en parte justificado de algunos políticos y economistas a cualquier intervención del FMI y de la comunidad internacional para intentar mitigar la crisis. Este rechazo se ha concretado en tres tipos de críticas basadas en el conocido argumento del azar o riesgo moral. La primera señala que siempre que se intervenga para paliar los efectos de la crisis y para evitar pérdidas a los inversores que se arriesgan al prestar o invertir en los países que la sufren, se está fomentando que al cabo de poco tiempo haya otra crisis, ya que éstos continuarán invirtiendo en otros países y empresas de alto riesgo esperando que el FMI y / o determinados países acudan al final en su ayuda. Es decir, la única forma de que no haya más crisis es que todos los que han intervenido en ella paguen muy caras sus decisiones y nunca se olviden de ello, si es que consiguen sobrevivirla, para que, además, sirva de ejemplo a todos los demás y para que los spreads evalúen correctamente el riesgo. En este sentido, se dice que el paquete de rescate de México en 1995 ha permitido que los bancos y fondos sigan invirtiendo, sin miedo, en Asia y, por tanto, haya activado esta segunda crisis dos años más tarde. La segunda crítica se refiere al problema de las transferencias de renta. No se puede utilizar dinero de los contribuyentes para salvar de la quiebra a agentes económicos (bancos, empresas, Gobiernos, etcétera) que no han sabido gestionar adecuadamente sus recursos, o incluso, en algunos casos, han actuado con dolo o al margen de la ley.
En realidad, siempre que intervienen los Estados o los organismos internacionales se dan casos de riesgo moral: unos salen perdiendo menos que otros, siempre hay transferencias de renta entre unos y otros, que suelen ser injustas, y algunos agentes económicos no pagan, en todo o en parte, por sus equivocaciones, por su mala gestión o incluso por su conducta dolosa, lo que es una invitación a seguir haciéndolo. Ahora bien, hay que tener en cuenta otras consideraciones que pueden hacer que dichas intervenciones estén justificadas porque sus efectos negativos pueden ser un mal menor en relación a la decisión de no intervenir.
En primer lugar, es muy difícil para los poderes públicos o internacionales no intervenir cuando las consecuencias de no hacerlo pueden ser muy graves e incluso imprevisibles. Un derrumbamiento general de los países del sureste y este asiático hubiera tenido unas consecuencias muy graves para el resto del mundo. Se podría haber provocado una fuerte contracción del comercio mundial al reducirse las importaciones de estos países, con un grave impacto recesivo. La quiebra generalizada de instituciones financieras de la región podría haber afectado gravemente a otros bancos occidentales y haber provocado un riesgo global en el sistema de pagos con repercusiones imprevisibles. Por último, la crisis habría podido arrastrar también a los países emergentes de América Latina, centro y este de Europa, con lo que podría haberse llegado a una recesión mundial. Por tanto Europa y Estados Unidos han sido los primeros en apoyar tal operación de rescate no por altruísmo, sino por propio interés.
En segundo lugar, el FMI sólo ha intervenido allí donde los mismos países se lo han pedido, por encontrarse en una situación desesperada, y a sabiendas de que la ayuda está condicionada a importantes sacrificios políticos, financieros y económicos que, en muchos casos, suponen la caída del Gobierno que la solicita. Los prestamistas e inversores también han pagado muy caro sus arriesgadas decisiones de inversión. Las cotizaciones en Bolsa han caído alrededor de un 70% de media en términos de dólares, los tipos de cambios han tenido una depreciación media del 40% y los bancos extranjeros han tenido que renovar sus créditos a largo plazo y a unos tipos de interés por debajo de los del mer cado. Sin embargo, han sido las instituciones financieras residentes en dichos países las más afectadas.
La tercera crítica, la más proteccionista y la menos fundada de las tres viene a decir que no se debe de ayudar al enemigo. Según ésta, los países asiáticos con dicha ayuda y con sus monedas más débiles van a ser competidores aún más formidables de Europa y EE UU en el futuro, provocando menor actividad y mayor desempleo en estos últimos. Pensar que se está ayudando a que dichos países vuelvan a ser más competitivos respecto de Europa y Estados Unidos es un argumento carente de todo fundamento. Los que así piensan se olvidan de que dichos países asiáticos son, por definición, no sólo exportadores a Occidente, sino también importadores de productos y servicios producidos aquí, y que ninguno de ellos, salvo Japón, tiene un fuerte superávit comercial. También olvidan que, de no haber existido intervención, las devaluaciones de sus monedas habrían sido aún mayores, con lo que sus productos hubieran sido aún más competitivos.
Pensar que Asia sólo puede desarrollarse a costa de Europa y Estados Unidos es, simplemente, una majadería.
En resumen, a la hora de decidir entre dar una lección a unos inversores excesivamente arriesgados y a unos sistemas políticos autoritarios y corruptos, y entre mantener el crecimiento mundial y evitar un riesgo financiero sistemático, se ha preferido esta última opción, a pesar de no ser ni mucho menos óptima y haber predominado su carácter urgente y expeditivo sobre su perfeccionismo. En definitiva, un mal menor.
La segunda tanda de críticas han sido dirigidas no tanto al problema de fondo, es decir, al riesgo moral, como a la forma en que el FMI ha intervenido en dichos países. Varios políticos y economistas han dicho que los programas del FMI en los tres países que han acudido a su ayuda, Tailandia primero, Corea del Sur después e Indonesia más tarde, han sido excesivamente duros tanto por haber obligado a subir excesivamente los tipos de interés, como por haber forzado la introducción de una política fiscal muy restrictiva, o por haber obligado a cerrar muchos bancos.
La crítica a la subida de los tipos de interés se basa en la idea de que es muy negativa tanto para las empresas nacionales que no van a poder aguantar tipos tan altos y van a tener que dejar de repagar la deuda, como para los bancos que van a resultar insolventes al no poder recuperar sus préstamos a dichas empresas.
Sin embargo, la alternativa a no subirlos aún es peor. Cuando un país sufre una crisis de confianza, como así ha sido el caso en la crisis asiática, y su moneda se deprecia, no tiene más opción que subir los tipos de interés para hacer su moneda más atractiva o dejar que el mercado siga devaluándola. Esta segunda alternativa es casi siempre peor, ya que la depreciación puede ser empujada por los mercados y llegar a ser del 100% y dado que los bancos y empresas nacionales se han endeudado mucho en dólares pensando en que el tipo de cambio fijo de su moneda con el dólar se iba a mantener, se encuentran con que no pueden hacer frente a sus deudas, un 100% más caras, con lo que quiebran y provocan una recesión aún mayor que la que se consigue con unos intereses, temporalmente más altos, hasta que se empieza a recobrar la confianza. Los países como Malaisia que han tardado mucho tiempo en subir los tipos de interés han tenido efectos negativos mayores en su economía, y además, han perdido más reservas.
La crítica a la excesiva restricción fiscal impuesta por el FMI tiene más sentido. El FMI la ha defendido diciendo que la reducción de los déficit públicos es necesaria para nacer frente al coste de la reestructuración bancaria y financiera y para reducir el déficit por cuenta corriente, y además, que se va a conseguir sin necesidad de subir los impuestos, sino reduciendo inversiones públicas en proyectos poco rentables. Sin embargo, el hecho es que la recesión derivada de la crisis va a reducir los ingresos de los estados y va a ser muy difícil conseguir una reducción del déficit público sin provocar una mayor recesión, sobre todo en combinación con una política monetaria también restrictiva. La crítica dirigida a la excesiva dureza con que se ha obligado a cerrar algunos bancos tiene mucho menos fundamento. Los bancos que se han cerrado estaban en una situación insostenible, y por tanto, dada la escasez de recursos públicos, era mejor recapitalizar aquellos que pueden ser viables y cerrar los insolventes. Es decir, los bancos que han estado peor gestionados han pagado más cara su mala gestión que los que, en términos relativos, han incurrido en menos riesgos.
En definitiva, el FMI ha aplicado un programa diseñado para que los países que han solicitado su ayuda recuperen la confianza de los mercados financieros lo antes posible. Esto no va a ser fácil, ya que en esta crisis hay problemas estructurales y culturales que toman más tiempo en resolver. En todo caso, los próximos meses probarán si la amarga medicina aplicada ha sido la correcta o no, ya que se podrá comparar el grado de recuperación de los que han aplicado un programa del FMI y los que no lo han hecho o no lo han solicitado.
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