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Prestancia

José Álvarez Junco

"Lo que Luis Díez del Corral tiene", dijo el gran don Ramón Carande en la respuesta al discurso de entrada de aquél en la Real Academia de la Historia, ''es prestancia". Más de un codazo malévolo se intercambió a mi alrededor. En vez de un elogio intelectual, parecía una irónica alusión a la imponente figura del nuevo académico, a su porte de prócer. Hoy, al enterarme de la muerte de don Luis, me viene a la mente la palabra "prestancia" y miro el diccionario: "Excelencia, calidad superior entre los de su clase". Me impresiona, una vez más, nuestra ceguera, la de la juventud antifranquista, obsesionada por las urgencias de la lucha inmediata e incapacitada para apreciar cualidades y valores que -en cantidades poco abundantes, sin duda- existían a nuestro alrededor.Esos valores que hoy desaparecen con Díez del Corral son los del intelectual que es a la vez de excelente calidad y gran señor; que sabe leer, escribir, pensar y hacer pensar a otros, sin contorsiones, sin alterar la voz, sin imponer su autoridad, sin dar espectáculo ni escándalo. Con calma y elegancia, lo que le gustaba era profundizar en los grandes problemas, no dejarse urgir por las presiones cercanas. Nunca le interesó el cotilleo de la oposición al régimen, ni el último manifiesto o reunión clandestina, como no le interesaron otra clase de oposiciones: las de las plazas docentes, colmo de la excitación pasional para tanta parte del mundo académico. Le interesaban, por el contrario, las ideas de Francis Bacon o Campanella, o las consecuencias de la reforma protestante para la libertad política, o la buena o mala fama de la monarquía hispánica en la edad moderna. Le interesaba, sobre todo, Alexis de Tocqueville y la grandeza del liberalismo, que había sabido prever los peligros de una sociedad obsesionada por la igualdad y despreocupada por poner diques morales o legales para un poder sancionado por la voluntad popular.

Su mundo era el polo opuesto a lo que nos habían enseña do en los colegios de frailes del franquismo, donde todo eran recelos ante cualquier idea posterior a santo Tomás, donde los profesores se mofaban de Darwin, de Pirandello o de Picasso. Díez del Corral hablaba de Pirandello y de Picasso con el máximo respeto, hacía leer a Lutero o a Rousseau, saltándose discretamente la necesidad de permisos eclesiásticos; y cuando firmaba la autorización para hacer copias facsimiles del Manifiesto comunista destinadas a los estudiantes, hacía como que no se enteraba de que a escondidas nosotros reproducíamos muchos más ejemplares de los autorizados. Toleraba eso, y mucho más. Lo que no toleraba, era la falta de calidad intelectual a su alrededor.

Pero también se hallaba muy lejos de quienes por entonces pretendían ya hacer un nuevo tipo de historia, que se llamaba "social", y en particular una historia de España que pudiera enfrentarse con la versión oficial del nacionalcatolicismo. ''¿Por qué no se dedican ustedes a los grandes autores, a los clásicos? ¿Por qué esa obsesión con España?''. No podía comprender que uno pudiera hacer una tesis sobre el anarquismo español: "¡Pero si el anarquismo, y mucho menos el español, nunca ha producido un gran pensador!". Había que leer a Platón, a Hobbes. Con ellos se aprendía, y además se educaba el gusto. No con Anselmo Lorenzo o con Pablo Iglesias.

Ese fue su drama de los últimos años. En un mundo universitario que vivió el último franquísmo y la transición en extrema tensión, un Díez del Corral a quien disgustaba la pelea se fue recluyendo en una soledad no exenta de amargura. No poco contribuyó a este proceso aquel "juicio crítico" al que ingenuamente se sometió ante una asamblea estudiantil. Es sintomático que los estudiantes radicalizados no se atrevieran a enjuiciar a los profesores de extrema derecha (que no faltaban en la Facultad de Políticas), a los que pasaban lista en clase, a los que llamaban a la policía o aterrorizaban con un puñetazo en la mesa. Enjuiciaron a Diez del Corral, al liberal bondadoso; y él, por liberal y por bondadoso, lo aceptó. Y por allá andábamos los jóvenes ayudantes, con el corazón dividido entre la necesidad de subvertir las estructuras académicas, de la que estábamos convencidos, y el viejo profesor liberal, cuya generosidad y saber conocíamos como nadie.

Díez del Corral perteneció a la generación, y al grupo de amigos, de Maravall, Aranguren, Laín o Ridruejo. Difícilmente sabremos estar a su altura.

José Álvarez Junco es catedrático de Historia de las Ideas y los Movimientos Sociales en la Universidad Complutense de Madrid

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