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Islas desiertas

La desbandada que con motivo de las festividades de Semana Santa se produce en las grandes ciudades suele provocar actitudes no rutinarias de los que se quedan. En ningún otro momento del año se tiene esa grata y extraña sensación de gran parada del tiempo, de días ganados al mar. El ambiente de calma, o de tregua, es independiente de las condiciones climatológicas. El ajetreo de la vida cotidiana se desvanece e incluso los agresivos teléfonos participan de un silencio revitalizador.Son unos días en que se reproducen conversaciones aparcadas y en que adquiere especial motivación el sello de lo diferente. Los paraísos cercanos se redescubren, y los libros o los discos pensados para utópicos retiros a islas desiertas se actualizan. La necesidad de lo intelectualmente excitante se impone en el difícil equilibrio de la supervivencia. Las listas de preferencias, tan lúcidamente denostadas por Fernando Savater el pasado domingo en un artículo de El País Semanal, adquieren tintes de complicidad, ya que se cuecen entre amigos, al calor de la confidencia, adquiriendo por tanto otro sentido. No son los libros del siglo o los discos de la década los que imponen su presencia casi dictatorial, sino el susurro al oído de un descubrimiento íntimo compartido. Rara vez la demanda de consejos y asociaciones supera a la de estos días secretos y perdidos entre procesiones y desplazamientos caprichosos o rurales, y rara vez como en estas fechas uno se entretiene recordando la atracción fatal de Gabriel García Márquez por las suites de violonchelo de Bach, o la, de Eugenio Trias por el Falstaff de Verdi, y hasta la de Savater por el Stabat mater y otras invenciones de Rossini.

El juego sitúa su palpitación en el intercambio, en leer lo que opina Emilio Lledó sobre la película El salario del miedo, o sobre La Iliada traducida por Alfonso Reyes en su formidable Días y libros, en cómo se mueve Justo Navarro teorizando sobre la invención de la sospecha en el último libro sobre este tema organizado por Carlos Castilla del Pino, o en la sorpresa demoledora de George Steiner cuando en su relato breve Discos de la isla desierta se decanta al respecto por el erupto de Fortimbrás, el silbido del mancebo pelirrojo en una Crucifixión del maestro de la pasión de Chambéry, el rasgueo de la pluma de Herr Clausius cuando formula una ecuación sobre la entropía, la sofocada risa de un deseado encuentro amoroso, o un perdido trío en la mayor para cuerno curvado, doble contrabajo y campanas de concha de Sumatra, que Sigbert Weimerschlund compuso el año de su muerte.

La isla más desierta de la música está durante estos días en Salzburgo con la reposición del formidable Borís Godunov de Claudio Abbado y Herbert Wernicke, pero las islas desiertas domésticas e inmediatas, una vez que se prescinde hasta después de Semana Santa de los discos habituales de María Joao Pires o de las cantatas de Bach, pueden oscilar entre el descubrimiento de la soprano ucraniana Lina Mkrtchyan cantando Glinka, o en el reencuentro con las voces históricas que actuaron en el Teatro Real de Madrid desde 1850 hasta 1925 agrupadas en varios compactos por Sonifolk, o en la incursión en la desconocida música barroca o romántica peruana de la mano del sello Alma Musik o, si se prefiere, el soporte videográfico, en las imágenes de los Caruso, Gigli, Schipa y otros tenores en la serie Belcanto de la que habló elogiosamente Javier Pérez Senz en Babelia hace unas semanas.

Islas desiertas, placeres cotidianos, viajes interiores por el tiempo y el espacio en el minúsculo rectángulo en el que se baila un chotis. Para la experiencia inolvidable no es necesario asistir a la "ceremonia ritual de la cosecha de mijo de la tribu de los zapenios turcómanos en el desierto de Jkundai", como decía Forges en su divertida viñeta de anteayer. Las sensaciones profundas y duraderas están mucho más cerca, bien contemplando una vez más los velázquez del Museo el Prado, bien releyendo a Proust -que me perdone Eduardo Haro Tecglen con la cantidad de libros nuevos que hay que explorar...-, bien escuchando los discos amados de Victoria de los Ángeles. Estas soluciones y otras muchas son islas y placeres accesibles, en que la vida y la cultura cotidiana se interiori an con el recogimiento intenso que despierta siempre lo imprescindible.

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