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Casas de alquiler

Desde hace unos años se viene realizando, con parsimonia, lo que es de imaginar sea una disposición de obligado cumplimiento, con vistas al aspecto decente que debe ofrecer una ciudad que es, también, capital del Reino: el revoco de las casas que han cumplido cierta edad, con el fin de darle a la Villa y Corte el decoro que debe mostrar. Vayamos a su origen. Los edificios que forman esta urbe que moramos se dividen en dos clases, cosa que puede constituir una novedad para muchos: las casas de propiedad horizontal y las de alquiler. Para la gran mayoría de los habitantes, la segunda es cosa prácticamente desaparecida de la comprensión contemporánea: la posesión de un piso, un apartamento resulta consustancial con el presente género de vida, y significa, cierto es, un avance cualitativo en la sociedad de consumo que nos cobija. Sin embargo, sobreviven, pervivimos, unos cuantos -en vías de extinción, según las trazas- amarrados a un contrato de inquilinato mediante el cual disponemos de unas paredes, un techo y unos servicios comunes cuya administración y eventuales mejoras o cambios caen fuera del control del usuario. Esto tiene ventajas e inconvenientes, aunque los segundos muestran clara tendencia a prevalecer.Existió un binomío simbiótico, casero-inquilino, generalmente personalizado. El rentista, como ente físico, va desapareciendo y tuvo mala opinión, especialmente entre los folletinistas de hace un siglo, que no dejaban pasar Navidad sin describir la dureza de corazón de quienes parecían escoger temporadas tan inhóspitas para poner en la calle preferentemente a viudas y huérfanas. Hablo de esto en la florida, y pomposa primavera que nos visita, precisamente para despojar de gimoteo a la referencia. La verdad es que la tortuosa figura ya no existe, nadie quiere invertir, a título particular, en ladrillos, que han pasado a la competencia de las inmobiliarias y la parcelación horizontal. Queda un paso residual, el de quienes heredaron fincas urbanas y no pueden o ignoran cómo deshacerse de ellas y de sus habitantes, si bien las disposiciones contractuales hayan dejado muy atrás la bicoca de la renta antigua y la congelación de alquileres, ciertamente injusto con los propietarios.

El casero en estado puro ha pasado a la historia, como dueño de uno o varios edificios arrendados a terceros, y da paso al propietario de pisos, adquiridos con propósito especulativo que realquila a terceros y, generalmente, dedica buena parte de su tiempo a lamentarlo. Sin disponer de datos estadísticos objetivos, las noticias que me llegan de amigas -suelen ser mujeres las que asumen la tarea- que pelean lo mejor de sus años maduros con inquilinos insolventes, malos pagadores, reclamantes y chinchorreros, proclives a dejar los grifos abiertos el fin de semana y la protesta reivindicativa del vecino de abajo por su cuenta. El actual tipo de casero medio es una sociedad, un banco, una empresa anónima tras la que guarecerse, que dispone de recursos y trucos para elevar las rentas sumisas y reducir a la desesperación a los morosos e incluso a quienes se aferran a contratos antiguos. Según la experiencia que me concierne, está perdiendo atractivo la situación de quien vive en un piso de alquiler. La confortable indiferencia ante las obligaciones de conservación, trato con diversas autoridades competenciales, conservación y mejora del inmueble, independencia de los convecinos y desvinculación laboral con el portero o conserje ha ido diluyéndose. Me refiero a casas con fecha de construcción superior a los 30 años y en el referido régimen. La obligatoriedad de adecentar las fachadas, sustituir el viejo ascensor o cambiar la caldera de la calefacción, son asuntos que el casero deja pudrirse hasta la sanción municipal. Las inevitables obras rara vez son sometidas al desorientado parecer de quienes han de pagar sospechosas facturas.

La sensación que invade al inquilino madrileño -con cuantas excepciones sea menester- es la del ser desprotegido, semiclandestino, sin voz ni otro derecho que el de sufragar, no sólo los servicios genéricos que le conciernen, sino otros de discutible imputación. Claro que, comparado con algunas juntas de comunidades de propietarios, puede que aceptemos el cantazo en los dientes.

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