Filosofía moral y vida digna
Rubert de Ventós prolongaba con un artículo titulado Teología y eutanasia (véase EL PAÍS, 6 de marzo) nuestro debate televisivo (Canal 33, Paral.lel, del día 2 de febrero). Dadas las alusiones me siento en la obligación de expresar cierta sorpresa y también de clarificar mi posición a los lectores. Mi sorpresa viene del hecho de que en el debate mis argumentos no se basaron en la teología, sino en una filosofía moral, que creo puede ser compartida por diversas concepciones personalistas, religiosas y seculares. De ahí el título de mi respuesta.Creo que para todos, creyentes y no creyentes, la norma última de actuación correcta ha de ser la propia conciencia. El cristiano creyente considera que la conciencia tiene un carácter teónomo, es decir, una autonomía real iluminada por la fe. El magisterio de la Iglesia es una ayuda muy importante en la formación dé la misma. En materia moral hay posiciones que se han mantenido a, lo largo de los siglos en sus principios generales, pero deseo dejar bien claro que no ha habido ningún pronunciamiento dogmático sobre cuestiones morales. Esto quiere decir que el magisterio no se ha pronunciado nunca con la autoridad y requisitos necesanos para la infalibilidad en temas morales. Tampoco existe principio alguno ni instrucción que permita ofrecer una respuesta última a situaciones concretas.
Los casos planteados a debate, en el momento actual, sobre la eutanasia, el llamado suicidio asistido y la diferencia del mismo con el homicidio, hacen referencia al principio ético y legal de protección del valor de la vida y la responsabilidad de proteger a los más vulnerables. El presupuesto del que parto es el de una sociedad éticamente plural.
Mi posición es la de un médico creyente, que no quiere que nadie padezca inútilmente; convencido de que el dolor ha de combatirse siempre y sabiendo que, a menudo, se me plantea la posibilidad. de recibir una petición de ayuda en el sentido de causar la muerte de una persona, disponiendo de un tiempo relativamente breve para deliberar. Dado que me he encontrado en tal situación y conozco muy bien lo que esto significa de sufrimiento y compromiso personal, confieso que en algún caso muy concreto la razón última para mí de no acceder a tal petición ha sido: 1. haber encontrado una alternativa; 2. la dificultad de saltar una barrera -la de causar una muerte- sin tener claras las diferencias con casos similares. Deseo manifestar también que tengo un gran respeto por otras visiones del mundo y que, por mi respeto a la libertad de conciencia, nunca impondría a nadie mi visión cristiana, lo cual no impide que me sienta obligado a proponerla.
No creo que el debate ético, social y legal sobre las decisiones al final de la vida o en el curso de enfermedades graves incapacitantes, sea el principio de la disponibilidad de la propia vida, que acepto plenamente. Tampoco está en discusión el aspecto jurídico de la posibilidad de reconocer atenuantes en las conductas delictivas, según el Código Penal. El problema a debate, desde mi punto de vista, es éste:
Si la defensa de la vida como valor ético, jurídicamente protegido, admite la excepción en el caso de dolor o sufrimiento insoportable de una persona, de tal modo que si otra persona la ayuda a conseguir este propósito, su conducta (tanto si es cooperación necesaria como si causa la muer te) no sea penalizada. Se supone que con esta despenalización favoreceríamos el bien común.
Si aceptamos que éste es el problema, necesariamente hemos de sopesar las ventajas y los inconvenientes que tendría una despenalización total en relación con el principio de inviolabilidad de la vida humana. Creo que el problema mayor no vendría de los pocos casos de dolor muy difíciles de tratar o de aquéllos, más numerosos, de dolor y sufrimiento innecesario, fruto de sobretratamientos fútiles, sino de todos los casos, innumerables, de enfermedades crónicas acompañadas de sufrimientos sobreañadidos por las condiciones sociales o sociosanitarias, como por ejemplo: pacientes con artrosis severas, movillidad reducida, soledad y pobreza, con la percepción de insoportabilidad. Los primeros serían fáciles de tipificar. Los segundos presentan la dificultad de delimitar aquellos sufrimientos insoportables que se deberían excluir de una despenalización. Aquí, agrade o no, hay un auténtico peligro para los más vulnerables.
Creo que la demanda social de eutanasia viene principalmente por los casos de encarnizamiento terapéutico en los hospitales. Me parece que el sistema más humano para solucionarlos es mejorar la formación científica de médicos y enfermeras en el tratamiento del dolor, el acompañamiento psicológico y la formación ética en la humanización de la asistencia en el respeto a los derechos del paciente.
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