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San Lorenzo

San Lorenzo bendito, arcediano y tesorero de la Iglesia romana, corría el año 258 de nuestra era cuando tu fe inconmovible te indujo a optar por el martirio, sufriendo espantosa tortura al ser asado vivo en una parrilla, lo que te valió la canonización y la dignidad de patrono de los cocineros, título algo insólito si se tiene en cuenta el hecho de que los cocineros fueron los otros, tus atormentados. Muchos siglos después, como sin duda conoces con tu celestial sapiencia, un monarca español, "nuestro rey Felipe, que Dios guarde", quiso conmemorar su victoria en la batalla de San Quintín dedicándote un magno monasterio, muchas veces denominado "la octava maravilla del mundo", en un pueblo de nuestra sierra madrileña que, a partir de entonces, se llamaría de San Lorenzo de El Escorial.San Lorenzo de El Escorial amado, cuánto te quiero desde mi primera visita consciente, allá por los siete años de la tierna edad mía. El susto que me dio Felipe, "siempre de negro hasta los pies vestido", al aparecérseme por el recoveco oscuro de uno de los corredores, el alborozo al atisbar "la teja de oro" en el tejado, el encogimiento y pasmo ante las urnas mortuorias del pabellón de reyes y el de infantes. Luego, muchos recuerdos adultos fueron sumándose al flash primigenio. El sol estival cayendo a fuego sobre la Lonja y el umbroso solaz ofrecido generosamente por los castaños de indias. 0 tantas y tantas tardes otoñales en las que me asomé a contemplar el irrepetible espectáculo del cercano crepúsculo iluminando mágicamente la galería de convalecientes, el jardín de los frailes y la alberca, en cuyo espejo se duplica la fachada del mediodía, y cómo, para rellenarme del todo de belleza, me asomaba luego al arco sombrío que separa este espacio de la Lonja y volvía a contemplar ésta, la majestad pétrea del monasterio y el contrapunto de los dorados y los ocres en la copa de los árboles.

Y yo siempre quería volver, volver, volver, San Lorenzo de El Escorial bendito, hasta que en junio del año pasado talaron sin miramientos aquellos castaños, y de paso las acacias, dejando mondas y lirondas las lonjas, las llamadas casas de oficios, ministerios, reina y la compaña, es decir, todo el conjunto monumental. Como siempre en este país, se perpetró tan inconmensurable desacato sin consultar al pueblo, ni a quienes llevaron a San Lorenzo en el alma desde nuestra infancia, ni a los turistas foráneos, ni, que se sepa, a los arbolistas. También, como siempre, aquellos árboles estaban enfermos, y claro... Pero lo cierto es que las (presuntas) alcaldadas aquí consumadas nunca están claras y que los súbditos jamás nos enteramos de los auténticos porqués de las cosas. Qué extraña perversión, qué esotérico negocio se esconde tras actuaciones como ésta.

Podrían haber alegado razones estéticas, como la devolución al pétreo conjunto de la ascética impronta austria, más, que yo sepa, no lo hicieron. Hubiera sido, por otra parte, un embuste, ya que poco después de haberse consumado la tropelía plantaron unas acacias escuchimizadas (aunque "políticamente correctas" para los actuales detentadores del poder municipal) reemplazando de esta guisa vergonzante los fastuosos árboles ejecutados.

El mismo corresponsal informaba de la instalación de farolas guccini de diseño, y luego nos fueron llegando noticias de otros chirimbolos futuristas y algunos horrores más. Por fortuna, el señor consejero de Obras Públicas de la Comunidad de Madrid aclaró en esta ocasión, valerosamente, que lo que se pretendía con tales actuaciones era establecer una armónica síntesis entre los siglo XVI y XXI. Menos mal que ahora sabemos a qué atenernos.

Por otra parte, yo pensaba de buena fe que la carísima obra perseguía la finalidad de orientalizar (la plaza de Oriente) el monasterio y su entorno, vedando la zona al tráfico rodado y restituyéndole, una vez finalizada, sus silenciosos sosiegos y evocaciones. Me equivocaba, como la paloma de marras, pues según comentarios recientes del arquitecto Salvador Pérez Arroyo, también en las páginas de EL PAÍS, la calle de Don Juan de Borbón y Battemberg va a abrirse de nuevo al tráfico rodado, al ruido, la contaminación, la grasienta huella del motor de explosión. Tal es el epílogo de un ciclo diabólico.

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