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Un Múnich vasco

José Miguel de Azaola ha publicado recientemente en EL PAÍS una carta lúcidamente titulada Evitar un Múnich vasco. Se refiere a la conferencia de Múnich (1938) en la que las potencias democráticas cedieron a las exigencias de Hitler sobre los Sudetes checos. Esta conferencia, que fue una derrota de la democracia, se justificó entonces en nombre de la paz. La cesión a las exigencias alemanas habría servido, según los políticos que la avalaron, para evitar la guerra. Bastaron seis meses para que todo el mundo comprendiese que la palabra dada y el compromiso de renunciar a ulteriores agresiones nunca deben ser tomados en serio cuando provienen del fascismo. Daladier y Chamberlaín, los políticos partidarios de la negociación, hubieron de reconocer que el sacrificio de los principios democráticos no había servido ni siquiera para preservar la paz, que se había tratado simplemente de una humillación inútil y, a medio plazo, terriblemente costosa en sufrimiento humano. Paradójicamente, esta política de debilidad con el fascismo, política que le permitió fortalecerse y hacerse mucho más temible, fue muy popular, y no sólo entre la derecha, sino también entre la izquierda. La razón de ello es que venía impulsada por el universal deseo de paz. No se tuvo en cuenta que el pacifismo de los demócratas combinaba perfectamente con los designios de poder de los fascistas.La comparación de Azaola me parece muy oportuna. Quizá algunos de nuestros políticos no sepan lo que es fascismo, quizá se imaginen a gente con fusta y monóculo hablando un alemán abrupto. Si leyeran un poco de historia del siglo XX, en especial historia del pensamiento político, se darían cuenta de que el fascismo triunfó, en primer lugar, porque pudo engañar a un gran número de ciudadanos (por lo demás, muy buenas personas en su mayor parte). La base del engaño consistió en presentar un movimiento de extrema derecha como si fuera de extrema izquierda. No encontraremos nunca a un fascista que se declare conservador. El fascista se presenta a sí mismo como revolucionarlo, es el tipo de nacionalista acérrimo que "no soporta la injusticia socia". Zeev Sternhell (El nacimiento de la ideología fascista) Siglo XXI, 1994 ha descrito muy acertadamente lo que fue la esencia del fascismo en los años veinte: la síntesis de nacionalismo radical y pseudomarxismo. ¿No les suena?

Se nos está vendiendo una paz a cualquier precio, una paz firmada con un partido al que el propio PNV ha calificado con frecuencia de fascista. No puedo imaginar, por mucho que me esfuerce, a los asesinos de hoy cumpliendo pactos mañana. Es muy probable que, para camuflar su propia responsabilidad en caso de fracaso, nuestro "partido rector" consiga arrastrar a los demás partidos a esta aventura irresponsable. Aventura que consistirá en humillar la democracia a cambio de nada; porque a pesar de su sonrisa cada vez más suficiente, a pesar de ese gesto cada vez más inequívoco, que parece decirnos ya sin ningún rebozo: "El que quiera paz, que haga lo que yo digo", a pesar de todo ello, el lehendakari no puede garantizar nada. La llave que nos muestra no es la que puede en cerrar a la Fiera en su jaula, es, por el contrario, una quimera que está permitiendo a nuestros fascistas ganar respetabilidad ante los demás partidos, a la vez que multiplican el terror entre los ciudadanos.

Creo que los vascos llevamos tanto tiempo bajo la censura del miedo que hemos perdido incluso la capacidad para percibir críticamente lo que nos ocurre. Hemos perdido la capacidad para nombrar con palabras claras lo que nos están haciendo. Y quién nos lo está haciendo. Por ejemplo, es claro que si los partidos se sentaran a "dialogar" con HB, nos encontraríamos desde el primer día con el hecho de que HB y PNV estarían del mismo lado de la mesa. Es decir, que cuando nuestro partido rector llama a los demócratas a hacer concesiones y sacrificios, y se presenta a sí mismo entre los "sacrificados" se aleja bastante de la exactitud. Realmente, ¿con quién tenemos que "dialogar"?

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Algo parecido ocurre con la supuesta imposibilidad de soluciones policiales. Ya debería estar claro que la única salida a la delincuencia fascista en una democracia es la represión mediante la ley. Pero el lehendakari no lo cree así. Es más: replica a sus críticos que propongan alternativas, siempre que no sean policiales, ya que esas últimas no son factibles. ¿Y por qué no son factibles? La pregunta es ingenua: no son factibles porque nuestro "partido rector" no está dispuesto a permitir que lo sean. Ya lo dijo Egibar, el hombre de la "función añadida": "No nos interesa la derrota política de HB, ni su humillación militar" (sic) (El Mundo, 18 de octubre de 1996).

Cuando el presidente de nuestro Gobierno autónomo y máximo responsable de nuestra seguridad y de nuestra libertad como ciudadanos nos transmite sonriente un mensaje muy parecido al de HB ("negoziazioa")es inevitable que empecemos a hacernos preguntas sobre su legitimidad. Porque el deber de un Gobierno democrático no es simplemente apoyarse en la mayoría; el deber de un Gobierno democrático es también garantizar la libertad, incluida la de criticar, combatiendo a quienes la amenazan. Pero lo que hace este Gobierno es justamente lo contrario: se muestra intolerante con la crítica y comprensivo con la violencia. Ardanza sonríe mientras dice cosas como "si no se quiere aceptar, porque democráticamente es ceder al chantaje, seguiremos teniendo muertos...". Esa sonrisa que se pretende paternal y que algún asesor de imagen le ha recomendado prodigar, esa sonrisa del que ejerce, por encima de las pasiones partidistas, como "lehendakari de todos los vascos", podría ser interpretada de otra manera. Podría ser interpretada como la sonrisa de quien nos propone un trágala.

Como dice Luis Daniel Ispizua, la única política sensata frente al terror es aquella que no se ha llevado a cabo: la unión de todos los demócratas y el aislamiento político de los fascistas. Entretanto no estaría de más que los ciudadanos exigiésemos a nuestro Gobierno el cumplimiento de sus deberes y que le recordásemos algo que olvida con frecuencia: las instituciones son públicas, o sea, de todos los vascos, y no sólo de los nacionalistas. Pero eso requeriría otras ideas, otra hegemonía cultural; eso sería posible si empezáramos a darnos cuenta de que la libertad es un derecho de los ciudadanos; y que el deber de nuestro Gobierno consiste en protegerla, no en servir de portavoz a sus enemigos.

Juan Olabarría Agra es profesor titular de Historia del Pensamiento Político de la UPV. Juan Olabarría Agra es profesor titular de Historia del Pensamiento Político de la UPV

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