Del panal al penal
El poder corrompe y el perfume de la corrupción atrae a los corruptos hacia los centros del poder. Entre las numerosas y mayormente ingratas condiciones que impone a Madrid la capitalidad está la de servir como exuberante panal para toda clase de zánganos.En las sociedades humanas hay zánganos infatigables que se las arreglan para sobrevivir libando siempre de las celdillas ajenas. Un ejemplo de esta clase de laboriosidad improductiva podría verse en la afanosa (de afanar) abeja de Rumasa. Es cierto que, a veces, algunos de estos zánganos que zumban sobre los panales financieros y bursátiles caen como moscas, presas de patas en ellos, y entonces los panales se tornan avisperos y la justicia con uno de sus palos de ciega les acierta y les manda a una celdilla del penal de Alcalá.
El perfume de la corrupción es un elemento crucial en la composición del aire madrileño, un factor más de la contaminación atmosférica que debería ser medido en el índice diario con el azufre y el CO2, para poder advertir a la población sobre los riesgos que podría correr si ese día de alta corrupción atmosférica se les ocurre firmar un contrato, comprar un piso, solicitar un crédito, invertir en Bolsa o afiliarse a un partido político.
El poso de la corrupción forma parte de la pátina, del gris maquillaje incrustado en la epidermis arquitectónica de la urbe, un sedimento que depositan la especulación del suelo, la estafa inmobiliaria, la artimaña financiera, la prevaricación y el soborno que se conglomeran en los cimientos de todos los edificios, desde las más humildes chabolas hasta los más altivos palacios.
En el mapa de la alta corrupción madrileña puede apreciarse cómo ésta ha sabido adaptarse a los aires de la modernidad estética poniendo coto a los excesos ornamentales de sus inicios.
Aquella decoración entre mitológica y fallera con que gustaban coronar sus sedes madrileñas los nuevos plutócratas de antaño se ha estilizado, decantado hacia geometrías de vanguardia, más ergonómicas y menos pretenciosas.
Nada de cuádrigas doradas, atletas broncíneos o aves heráldicas, ni columnas corintias, ni elefantes púnicos, ni floripondios, ni zarandajas. Líneas rectas, verticales, dientes de sierra, aristas afiladas. Torres exentas y erectas, que más vale no tentar al destino haciéndolas inclinadas como las de KIO, que ya no hay quien las levante.
El paradigma de aquellos viejos nuevos ricos, aficionados a las águilas bicéfalas y a los ringorrangos arquitectónicos, lo definió su contemporáneo don Benito Pérez Galdós en sus novelas dedicadas al usurero Torquemada, un personaje que aparece también entre los bastidores de otras novelas madrileñas del autor. Torquemada podría ser un compendio de aquellos hombres que se habían hecho a sí mismos prestando céntimos a sus compañeros de escuela cuando iban al puesto de golosinas y que coronaban su ascensión de la pirámide social emparentando con tronados linajes aristocráticos, trocando en el tálamo doblones por blasones para refinar su estirpe y enmascarar su prosapia.
Con Torquemada, Galdós realizó desde el sarcasmo una crónica fiel de los orígenes de una alianza que continúa vigente y pujante en las portadas del ¡Hola!, en las páginas económicas y, alguna vez, en la sección de tribunales.
Un pacto de familias que tienen sus casas solariegas y monumentales en el centro de la ciudad, con sus elefantes, leones, grifos, centauros o cariátides, vigilando de reojo el trasiego de los cajeros automáticos y la procesión de fieles clientes que acuden con sus rogativas al amparo de la cúpula bancaria, Olimpo restringido que, de vez en cuando, expulsa también a sus ángeles rebeldes, como Mario Conde. Porque, como dice el proverbio: más posibilidades tienen un rico y sus camellos de pasar por el ojo de una aguja que un advenedizo de infiltrarse en este reino de los cielos monetarios, gobernado por Mammón, dios arameo de los ricos.
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