El peor error
AL PARTIDO Popular se le acumulan las denuncias por casos de corrupción del más diverso pelaje, cometidos presuntamente por afiliados suyos en áreas muy diversas de la Administración. La lista de supuestas irregularidades mancha toda la geografía española: enchufismo y nepotismo en las diputaciones de Orense y Lugo; tráfico de influencias en la de Zamora; falsificación de los presupuestos públicos para ocultar un déficit de 3.500 millones en la Diputación de Guadalajara; venta de favores urbanísticos en el Ayuntamiento de La Oliva, en Fuerteventura; escandalosos gastos de protocolo en algunos municipios, o las imputaciones al alcalde de la aldea lucense de O Vicedo, lsaac Prado, de malversar fondos públicos por importe de 64 millones, por lo, que prestó ayer declaración ante el juez... Sin mencionar casos ya conocidos, como el de Naseiro o el del túnel de Sóller, que provocó la dimisión, tras una resistencia numantina, del presidente del Gobierno balear, Gabriel Cañellas.El último episodio de lo que parece ya una pandemia estalló el domingo pasado, cuando el consejero de Obras Públicas del Gobierno valenciano, Luis Fernando Cartagena, presentó la dimisión para evitar que el Gobierno de Zaplana se vea afectado por la acusación de fraude fiscal que se le imputa por no haber declarado a Hacienda los rendimientos de 164 millones en cesiones de crédito.
La dimisión del consejero Cartagena tiene una importancia política indiscutible porque es la primera que se produce desde que José María Aznar fue elegido presidente del Gobierno. A pesar de las explosiones de indignación por la "corrupción socialista" y las altisonantes declaraciones de honradez y responsabilidad política prometidas un día sí y otro también por el Partido Popular, antes y después de las elecciones de 1996, lo cierto es que la cadena de casos que salpican a un buen número de sus responsables regionales indica, por una parte, que persisten los modos y maneras de un cierto caciquismo político, en el que los altos gestores políticos se constituyen en padrinos protectores de allegados, familiares y correligionarios políticos, y, por otra, que los métodos de financiación irregular, castigados y reprobados por la sociedad en las urnas, no parecen haber sido erradicados de ayuntamientos, diputaciones y autonomías del Partido Popular.
La reacción del PP ante las irregularidades denunciadas entre sus gestores es hipócrita y desalentadora. Desde la oposición acusaron a los implicados en las corrupciones del PSOE de no admitir las responsabilidades derivadas de las conductas fraudulentas; denunciaron, probablemente con razón, los peligros de la judicialización de la política y defendieron la distinción entre responsabilidades políticas y penales. Pero, llegado el momento de aplicarse el cuento, el PP ha reaccionado con el silencio, la presunción de inocencia "rnientras los tribunales no demuestren lo contrario" -como en el caso del presidente de la Diputación de Guadalajara, Francisco Tomey- o con aparatosas comisiones de investigación interna cuya finalidad es la autoexculpación del partido y de los denunciados, como en Zamora.
El PP, ni reconoce ni está dispuesto a pagar la cuota de responsabilidad que le corresponda por su gestión, como demuestran las pintorescas imprecaciones del dimitido Cartagena -quien aseguró que a los socialistas que denunciaron su "problema privado" con Hacienda debería "quemarles la boca y arderles los dientes"- o el desprecio con el que Manuel Fraga, presidente de la Xunta Galega, ha despachado la desvergonzada ocupación familiar de las diputaciones de Ourense y Lugo, argumentando que "los hijos de padres preparados y prominentes salen con más posibilidades".
Es de temer que el PP se encastille en estas actitudes, a las que debe sumarse la de Zaplana cuando califica de "acto de generosidad" la dimisión de su consejero, y que sus dirigentes se protejan tras el silencio, el mohín de dignidad ofendida o la réplica histérica a sus acusadores. Nada nuevo bajo el sol: lo mismo que hacía el PSOE desde el Gobierno. Los hechos demuestran que para erradicar la corrupción no basta con que así lo proclame el presidente, tal como Aznar se ha encargado de reiterar a los dos años de su triunfo electoral. Es necesario extremar el control. Tarea que en una democracia los electores encomiendan de oficio a la oposición, por mucho que moleste al Gobierno de turno.
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