El investigador parlamentario
El autor señala que la reforma del Reglamento del Congreso acerca de las comisiones de investigación supone, en la práctica, la renuncia al poder investigador de éste.
Uno de los problemas de mayor entidad, y de más complicada resolución, a los que el sistema político español ha tenido que hacer frente en los últimos años es el del círculo vicioso constituido por la judicialización de la política y la politización de la justicia; el análisis de las causas puede ser radicalmente diferente y hasta contrapuesto, pero hay unanimidad en las muy perniciosas consecuencias que ese fenómeno -por lo demás experimentado también en otros señalados países europeos- puede acarrear para la salud del sistema.La raíz del conflicto es, aquí, la interrelación entre responsabilidad política y responsabilidad penal, una vinculación mucho más compleja de lo que con frecuencia se piensa. Pero sea cual sea el análisis que de ella se haga, la conflictividad de esa relación se incrementa exponencialmente cuando entran simultáneamente en juego, o casi, nuestros dos investigadores oficiales: el investigador parlamentario, constituido por las comisiones de investigación parlamentarias, y los investigadores judiciales. La relación entre esas dos investigaciones es siempre tormentosa, por muchas razones, pero alcanza tintes huracanados cuando se ventila un asunto políticamente sensible, y casi todos lo son, por lo menos durante algunos días.
Ahora se anuncia que se ha acordado una refórma del Reglamento del Congreso que presenta, respecto de las comisiones de investigación parlamentaria, dos extremos de interés. El primero es el de la relación entre las investigaciones parlamentarias y las judiciales. A este respecto, se nos informa en este diario de que las comisiones de investigación se suspenderán cuando los hechos investigados por éstas sean objeto de investigación judicial o fiscal. Bien está. Por fin, los parlamentarios parecen haberse dado cuenta de que, en un sistema como el nuestro, toda investigación parlamentaria sobre hechos que puedan constituir delito será, generalmente, baldía.
Sin entrar en prolijos detalles técnicos, como el derecho constitucionalmente consagrado a no declarar contra uno mismo, nadie en su sano juicio declarará la verdad si de ello se le puede seguir una causa penal, a menos que se le garantice inmunidad, cosa que en España -afortunadamente- no cabe hacer: como le ampara el citado derecho fundamental; como la ley obliga a comparecer, pero no -ya que no podría hacerlo si es en contra del compareciente- a declarar; como nadie le puede garantizar inmunidad, sino más bien, a la luz de nuestra legislación y de una práctica bien conocida de todos, persecución, y como, en fin, su declaración sólo puede acarrearle muchos perjuicios y ningún beneficio, sólo los más ingenuos declararán la verdad. Así que, se suspenda o no, nada cabe esperar de la comisión de investigación si es posible prever que al investigador parlamentario le sucederá el judicial, ya que nadie en sus cabales ofrecerá base para que le acusen y, por tanto, nada se podrá sacar en limpio. Pero es verdad que, al menos, la regulación que se nos anuncia formalizará lo real e impedirá que se instrumentalice políticamente la acción de la justicia, utilizando lo que se investiga judicialmente en la sede política por excelencia, la parlamentaria.
Pero hay una previsión que se contiene en la reforma que llama la atención: se pretende establecer, al parecer, que en caso de absolución no procederá ninguna investigación parlamentaria. Eso demuestra que sigue sin comprenderse la relación entre nuestros dos Investigadores, el judicial y el parlamentario, ya que la absolución judicial no entorpece para que pueda haber, o haya, responsabilidades políticas. Y pone de manifiesto que las comisiones de investigación raramente van a servir para algo.
Desde luego, no serán útiles cuando podrían serlo, ya que es precisamente la absolución judicial la que puede dar lugar a que los que algo sepan lo declaren al Congreso, en la seguridad de que de ello no podrán seguírseles las desagradables consecuencias penales. Al disponer que desiste de investigar si la verdad oficial -vale decir, judicial- establece que no hubo delito, el Congreso renuncia a conocer la verdad política, la única que debiera interesarle y que le compete. Bien es cierto que, como los tiempos judiciales son asaz diferentes de los políticos,puede muy bien suceder -más bien: sucederá con seguridad- que, producida la absolución, a nadie le interese el conflicto, pero ése es otro problema, aunque no sea nimio en absoluto.
Así las cosas, el efecto de la reforma que se propone será que antes de la actuación judicial pocas veces tendrán las comisiones de investigación parlamentarias utilidad alguna, puesto que el temor ante la inculpación impedirá que obtengan resultados. Pero si algún acusador particular acusa o algún investigador judicial investiga -es decir, casi siempre-se suspenderán. Y si hay condena judicial, la investigación parlamentaria resultará superflua, aunque no deja de resultar llamativo que no se contemple esta hipótesis, que incorpora la posibilidad de que se revise en sede parlamentaria lo judicialmente acordado. Por último, si hay absolución judicial, la comisión no podrá seguir funcionando. Así que, en cualquiera de los casos conflictivos previsibles, la reforma que parece proponerse supone el certificado de defunción de las comisiones de Investigación parlamentarias, que quedarán entonces para aquellos raros supuestos angelicales en los que ni por asomo pueda deducirse la existencia de delito. En definitiva, la reforma supone en la práctica la renuncia al poder investigador del Congreso y la dejación de toda investigación política en manos judiciales. Puede que sea acertado porque, parafraseando a Indalecio Prieto, puede afirmarse que en un sistema como el nuestro las comisiones de investigación parlamentarias, tal y como ahora se conciben, son al Estado de derecho lo que el apéndice al intestino: sólo sirven para producir cólicos.
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