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Catalá Roca

El fotógrafo Francesc Catalá Roca falleció hace unos días en Barcelona, a los 75 años, dejando un legado de casi medio millón de negativos, clichés que garantizan la presencia de su prodigiosa mirada a lo largo de una buena parte de este siglo XX que casi se despide con él.En las exequias, el alcalde de Barcelona, Joan Clos, resumió el agradecimiento de todos sus conciudadanos al artista que supo retratar su ciudad "de una forma íntima, personal y profunda", tres características incorporables al resto de su obra itinerante, parte de la cual realizó a lomos de una motocicleta italiana Vespa por encargo del Ministerio de Información y Turismo.

Catalá Roca, autor de numerosas fotografías para los carteles de promoción turística nacional en los años sesenta, nunca hizo concesiones a las exigencias de sus patrocinadores; su genio indiscutible le bastaba para imponer su criterio, para darle rango y nivel artístico y dignidad profesional a cualquier encargo.

Como madrileño, yo también tengo que agradecerle a Francesc Catalá Roca los retratos, íntimos, personales y profundos, que hizo de esta ciudad, su entrañable crónica del Madrid callejero de los años cincuenta y sesenta que aparece recogida.

Por ejemplo, en las excepcionales imágenes que ilustran la guía de Madrid de Juan Antonio Cabezas publicada por la editorial Destino en el año 1954. Catalá Roca fue agregando fotos, completando su crónica en las ediciones posteriores, como testigo de la evolución de la urbe, de su paisaje urbano y humano, atisbado en las aceras de la Gran Vía, en las escaleras del metro, en los parques o en los bulevares.

La insobornable pupila del fotógrafo resume con fidelidad los vertiginosos cambios que se produjeron señaladamente con el cambio de década.

Parece que ha pasado un siglo entre las fotografías tituladas Simpático vendedor de pájaros trinadores en la calle de Alcalá y Paso subterráneo de peatones en la Gran Vía, entre el niño con boina, que parece extraído de un grabado costumbrista del siglo XIX, y la joven rubia y faldicorta que emerge de las escaleras mecánicas junto al edificio de la Compañía Telefónica.

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Un contraste no menos brutal se produce entre las instantáneas enfrentadas en las páginas 84 y 85, tituladas respectivamente Puerta del Sol.- también el pequeño vendedor viaja en el metro y También viajan en el metro las colegialas con minifalda.

Los títulos hablan por sí mismos.

El contraste se percibe también entre el optimismo desbordante del texto de Juan Antonio Cabezas, que a veces incurre en el triunfalismo, y el riguroso realismo de la obra gráfica, que se tíñe con detalles amargos y sutilmente críticos, capaces de imponerse siempre a los triviales latiguillos que figuran al pie de cada fotografía.

El simpático vendedor de pajarillos y el pequeño vendedor que viaja en metro con su pesada caja bajo el brazo deberían estar en la escuela, y el Limpiabotas callejero, institución popular madrileña debería haberse jubilado hace tiempo, como la vendedora ciega de billetes de lotería acurrucada y arrinconada en una esquina de la céntrica plaza de Callao, que figura en otra de las páginas del espléndido libro.

Sin comentarios y sin reservas, muchas de las fotografías del libro, en riguroso y bien impreso blanco y negro, alcanzan la categoría de obras maestras, cualificación aplicable, desde luego, a todo el conjunto.

A destacar, por ejemplo, la secuencia fotográfica de la Gran Vía en su apogeo de los años cincuenta, encartelada como un escenario por los enormes reclamos de los cines, iluminada por las bambalinas de los escaparates, bajo la nieve o bajo el sol que convoca a sus terrazas.

Como foto única yo elegiría la titulada Interior de una estación del metro en la Puerta del Sol. Bajo una luz difusa que reverbera en los blancos azulejos del andén, una multitud borrosa y uniforme espera que se abran las puertas de un convoy cuya estación término podría muy bien ser el Purgatorio.

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