Genocidio 'light'
Steven Spielberg dice que los zigzags de su carrera se deben a que procura compensar las llamadas que le hace el bolsillo con las que le hace el corazón. Es su manera de zafarse de las memeces oportunistas, fatalmente muy rentables, que le da por producir, sólo por producir, para así no pringar con ellas su enorme prestigio como director. Pero también asoma esta duplicidad dentro de las películas que dirige, lo que por ejemplo explica que, tras responder a la llamada del bolsillo con el circo de lagartos informáticos de Parque jurásico, decidiera inmediatamente atender una llamada compensatoria del corazón agarrando por los cuernos el miura de La lista de Schindler, asunto grave donde los haya, que este cineasta de mágica mirada ingenua resolvió con una astucia endiablada.¿Por qué funcionó esa su arriesgadísima incursión en el Holocausto judío? Porque Spielberg es un cineasta enamorado de las resoluciones genéricas y en esta notable película tuvo la osadía de dar forma a lo informe, y de representar lo irrepresentable, vertebrando el relato del inabarcable crimen genocida nazi mediante un sencillo, pero sagaz y eficacísimo, esquema de puro melodrama. Y un filme, que nada importante aporta al conocimiento del horror fascista, aporta en cambio muchas y esenciales cosas a la historia del cine de sentimientos, del que es una cumbre contemporánea.
Amistad
Dirección: Steven Spielberg. Guión: David Franzoni. Fotografía: Janusz Kaminski. Música: John Williams. EE UU, 1998. Intérpretes: Morgan Freeman, Nigel Hawthorne, Anthony Hopkins, Djimon Hounsou, Matthew McConaughey, Pete Postlethwaite,Stellan Skargsard. Madrid: cines Conde Duque, Vaguada, Excelsior, Benlliure, Acteón, Odeón, Plaza Aluche, Canciller, Lido, Colombia, Capitol, Minicines, UGC cine Cité y, en versión original subtitulada, Bellas Artes.
Ahora la historia se repite, pero con peor fortuna, y para compensar la llamada del bolsillo que dio lugar a la segunda pasarela de lagartos de Parque jurásico II, Spielberg se ha buscado otro genocidio compensatorio en la bestial caza de, esclavos africanos a mediados del siglo pasado, comprimida en la crónica de un caso verídico que sirve al cineasta como metáfora aglutinadora, el del barco negrero español La Amistad, que en 1838 fue escenario de un motín de esclavos. El barco fue apresado por la policía costera estadounidense, que capturó a los amotinados y los llevó a un resonante juicio, en cuyo desarrollo salió a relucir la pugna entre el entonces presidente Martin van Buren, sureño esclavista, y el ex presidente John Quincy Adams, que se alineó en el antiesclavismo y desató los primeros fantasmas de la guerra civil norteamericana.
Ni la fuerza metafórica de aquel suceso, ni las bonitas composiciones con sabor pictórico del fotógrafo polaco Kaminski -el mismo de La lista de Schindler, para mayor evidencia de que lo que Amistad atiende es una llamada del corazón similar a la que dio lugar a la primera-, ni un reparto encabezado por gente de la talla de Morgan Freeman y Anthony Hopkins, ni la esmerada producción, nada redime a Spielberg de su incapacidad para encontrar para este aterrador asunto un enfoque formal con fuerza de enganche, que atrape y conmueva. La película está (casi es innecesario decirlo en algo que proviene de las manos de Spielberg) impecablemente hecha, sus dos horas y media se aguantan sin desesperación, su tono lírico, suave, casi susurrado, desemboca a veces en destellos vigorosos, pero el relato es como conjunto endeble y tristón, epidérmico y carente de ritmo, lo que le hace a veces soso de solemnidad y de esos que resbala sobre la piel de los ojos sin alcanzar a entrar en las negras honduras que busca y no encuentra.
Y es que, en lugar de agarrarlo por los cuernos, Spielberg domestica a su nuevo filme miura, o lo anestesia, porque convierte al espantoso genocidio esclavista en un álbum de colegial, con tenues cromos rosáceos tan perfumados que apestan a cosmética, es decir: a insinceridad o, peor aún, a valium cinematográfico, ese tipo de imagen relajante y empalagosa que, amparada en el prestigio que en el celuloide tiene la representación del sufrimiento humano, nos regala a la puerta del cine lágrimas de colirio para poder celebrarlo.
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