La apuesta
El Gobierno puede, con razón, sentirse satisfecho y optimista al cruzar el Ecuador de la legislatura, pero el optimismo pende, tan sólo, de una apuesta económica y de lo que de ello es correlato y consecuencia, la paz social, por cierto admirablemente gestionada.No es, sin duda, su política de imagen la más exitosa y ello explica que las diferencias con un adversario bastante postrado sigan siendo muy escasas. Ni es el glamour la característica de su política exterior, con ser ésta bastante acertada. Antillas aparte. Ni va por camino de arreglarse el caos, ciertamente heredado, de la administración de justicia o de las graves deficiencias educativas. Ni la política de orden público produce resultados apreciables. Ni conocemos más que antes cuál es el definitivo modelo autonómico al que nos dirigimos. Hay políticas tan prometedoras como la representada por la gallarda postura de la infatigable y abnegada ministra de Agricultura, pero cuyo resultado sigue pendiente de cómo sepa jugarse la lógica comunitaria, y otras, como la sanitaria, cuyos aciertos se han eclipsado tras medida tan impopular como el medicamentazo ha sido.
Sin embargo, la economía sigue viento en popa y el Gobierno ha evitado caer en la frecuente tentación de unir al triunfalismo el derroche y ser coherente con lo que tiempo atrás venían preconizando los populares. Así, por ejemplo, los análisis que del ajuste del gasto publicaba este mismo periódico hace pocos días, mostraban una distribución muy conforme con las propuestas que, bajo la inspiración de J. R. Lasuen, hacía Fraga en el debate del presupuesto de 1984. Ciertamente el déficit se ha reducido merced no sólo a una restricción del gasto, sino por los incrementos de los ingresos procedentes de la venta de empresas públicas; y no se han mejorado, todo lo que se debiera, los controles internos de la Administración, como demuestran recientes ejemplos. Pero, salvo en el caso de la justicia, se han fortalecido los bienes públicos nacionales -exteriores, defensa y sanidad-, continúa la descentralización de bienes públicos regionales y la supresión de intervenciones en campos muy diversos, desde la industrialización hasta las políticas de empleo. Hay reducciones presa fácil de una crítica no siempre certera, porque, si, efectivamente, una escasez de dotaciones puede dañar gravemente a la investigación científica y tecnológica, la mala calidad de las sentencias judiciales o de las innumerables facultades universitarias que inundan cada capital de provincia o ciudad aspirante a emularla no se arreglan con mayores gastos.
Desde el punto de vista liberal-conservador, semejante política es más que ortodoxa y los resultados parecen avalarla. Merced a ellos el Gobierno ha hecho el ajuste de macromagnitudes que la convergencia europea exigía, y, por lo tanto, no se inmuta ante la cifra del desempleo, creando una notable confianza en los mercados y aspirando a infundirla en los electores. Ahora bien, ¿Cómo va el Gobierno popular en el futuro a contener el déficit, una vez culminada la desamortización, si cumple su promesa de reducir impuestos y, a la vez, de no tocar las prestaciones sociales que la carga de un desempleo con propensión al gigantismo hace más gravosas? ¿Y qué consecuencias podrían tener en la paz social medidas contrarias a tales promesas, especialmente una vez pasada, como pasará, la euforia económica, dentro de la rígida disciplina monetaria europea y, más que probablemente, sin fondos comunitarios de cohesión?
Como todo en este mundo, tales problemas tendrán su remedio. Pero el Gobierno apuesta ahora no en pro de resolverlos -lo que sería ilógico- sino de no plantearlos -algo demasiado lógico-; apuesta por convocar elecciones antes de que el ciclo general enseñe su curva menos risueña y las contradicciones interiores exijan una opción. A corto todos optimistas, a largo todos electores. En el fondo un panorama más grato que el de Keynes.
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