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Tribuna:CRÓNICAS: JUAN CRUZ
Tribuna
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Padorno en la playa

Juan Cruz

Si Manuel Padorno despertara un día lejos del mar seguiría escribiendo en la playa. Pasó años de silencio, en la meseta madrileña, donde tapió sus versos detrás de su oficio de editor; abrió las puertas de ese oficio a poetas de su generación, la de los cincuenta, y también en eso fue desprendido y fértil; él siguió en silencio;como editor -que además era impresor, diseñador, con el sobrenombre de Rodrigo Alemán- publicó libros raros entonces, al principio de los setenta, e introdujo, con su esposa, Josefina Betancor (llamaron a su editorial Taller de Ediciones JB), el riesgo expresamente literario en la tarea de publicar a otros. En los primeros setenta lo que se ve ahora como aventura era, simplemente, una apuesta por respirar mejor, por ser felices y más libres con la materia inasible de los sueños literarios.Esa función pública de la vida de Manuel Padorno, que culminó porque la administración y la ganancia no corrieron parejas con la ilusión, ocultó al poeta y lo redujo a un silencio que él pobló para sus amigos con una noble apariencia bohemia: comía a deshoras en grandes perolas cuarteleras, hacia la existencia al revés, con el sueño cambiado, como Onetti, y parecía que siempre quería cambiar de territorio, ser otro en La Mancha, ocultarse en la meseta detrás del humo pobladísirno de su cuarto oscuro.

Él había viajado a Madrid en los cincuenta, en el mismo barco que Elvireta Escobio, Martín Chirino, Manuel Millares y Juan Hidalgo; no hacían el viaje exactamente desde Las Palmas, su tierra, sino desde la Playa de las Canteras, que es un lugar aún más preciso del mundo, con su aire peculiar y con su luz potente e inolvidable, como si estuviera quieta. Con la experiencia de esa luz en la retina, estos artistas prosiguieron en Madrid sus distintos caminos poéticos; pero aquella luz tan poderosa ya les había atrapado para siempre. No se sabe qué hubiera hecho Millares, que murió hace 25 años, pero tanto el escultor Chirino como el poeta Padorno y el músico Hidalgo, de una u otra manera, han regresado al ámbito de aquella luz. Y en el caso concreto de Padorno, que es el que hoy nos ocupa, ese regreso ha tenido unas consecuencias poéticas, vitales, extraordinarias. Allí, en la playa, despojado de la timidez que quizá le confirió su oficio editorial, ha escrito en pocos anos una docena de libros, ha tenido tiempo para enmarañarse, con la buena intención que le hizo bueno, en los errores y aciertos de la contienda cultural de la política y ha construido sin quererlo la imagen que uno quisiera ver en el retrato de los poetas: preocupado más por las palabras y el lenguaje que por la fama y la ambición; el resultado de su reencuentro con la playa ha sido explosivo: recuperó la edad, la edad juvenil, como si el viento de la playa fuera la mano maternal de la que habla Horacio Guaraní, e hizo del mar -de la orilla del mar, ese es su espacio- el tema y la finalidad de su vida poética.

Aunque la casa ya estaba hecha, puede decirse que convirtió para su gusto un caserón en un barco frente a la Playa de las Canteras; la acondicionó para que fuera una especie de patio de agua y desde su estudio atestado de libros y de gatos y de nietos se ve esa raya sin fin que él ha dibujado tanto en sus poemas como en sus cuadros, pues Padorno es también un pintor que adquiere este oficio con el propósito de retratar el mar, las rayas de colores infinitos que tiene esa visión recuperada de su infancia.

Ahora Padorno ha escrito y publicado su último libro de poemas, Para mayor gloria, una búsqueda realmente esforzada y limpia del sentido que tiene la monotonía feliz del hallazgo de los sentidos después de una travesía por la. parte gris del paisaje. Esta obra, publicada por Pretextos, es la expresión poética de un hombre feliz con lágrimas, que advierte en la existencia de las cosas interrogantes cotidianos que resuelve como quien se admira de que los objetos sean también palabras. Es el libro de un solitario ("yo soy un solitario muchas veces"), que se entiende también como la autobiografía de un ojo que regresa al Atlántico para jugar con las palabras de madera -como un orfebre- en las orillas de la playa que no le abandonó. Ante un poeta así, en su mayor gloria,se advierte la salud de una generación que trazó sobre la literatura de esta lengua una robusta manera de describir la realidad: poetas preocupados por el paisaje humano, por el cotidiano paseo a través del tiempo, contado todo ello desde la exigencia del verso, descarnadamente, "sin vuelo en el verso", como dice Hierro y dejándose la piel en esta zona colectiva pero íntima de su escritura. Tocar estos versos de Padorno, ver cómo ha construido la exigencia personal de su vida de poeta, ayuda a ver la playa, a entender cómo su luz cambia y profundiza la manera mejor de ver la vida.

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