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Cinefilia e ironía

Como la mayor parte de sus colegas de la Nouvelle vague, esos que sólo compartían, Truffaut dixit, su afición por las máquinas de millón, aunque habrían de mudar la faz del cine mundial con sus primeras, inolvidables películas, Claude Chabrol vivió una relación pasional con el cine antes incluso de dedicarse él mismo a hurgar en los entresijos de la piel de su sociedad y su tiempo, en una carrera que, no por zigzagueante deja de ser señera en los anales del cine europeo de los últimos 40 años.Crítico, desde 1953, en la revista-buque insignia de los chicos nouvellevaguistes, la hoy tan vultar Cahiers du Cinéma, autor, en colaboración con Eric Rohmer, de un libro clave sobre el cine de Hitchcock, Chabrol ha rendido culto a sus maestros a lo largo y ancho de una carrera que comenzó con dos bellos filmes generacionales, El bello Sergio (1958) y Los primos (1959), y llega hasta la sardónica, decididamente simpática No va más, la única de sus películas galardonadas con el gran premio, y por partida doble, en un festival internacional de clase A, San Sebastián 97.

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Maestros suyos fueron Renoir y Hitchcock, pero también se supo mirar en el espejo de ese inmenso director de directores que es Fritz Lang, a quien homenajeó explícitamente en Docteur M (1990). Y de cada uno adoptó lo que mejor le ha ido a su peculiar, aviesa, magistral manera de entender el lenguaje cinematográfico: de Renoir, un cierto compromiso ético con su tiempo; de Lang, la concisión en la puesta en escena, además de una mirada enjuiciadora sobre sus contemporáneos. De Hitchcock, el sentido paradójico que relaciona cotidianidad y delito, las telas de araña que se ocultan detrás de las buenas maneras y la santa educación burguesa.

Denuncia

El mejor Chabrol está, qué duda cabe, en sus películas sobre la provincia francesa y sus habitantes" pero también en aquellos títulos que horadan la superficie de los convencionalismos: Las ciervas (1968), La mujer infiel (1968), El carnicero (1969), Los fantasmas del sombrero, La ceremonia, su últirna obra maestra. Pero también en algunos títulos que van más allá de lo anecdótico para convertirse en vitriólicas denuncias con trasfondo histórico: Landru (1962), Violette Nocière (1978) o Un asunto de mujeres (1988).Es cierto que en una carrera que ha llegado. ya a los 50 títulos también asoman algunos productos fallidos, otros meramente alimenticios (Madame Bovary, hecha a la medida de la grandeur patria), pero muy por debajo de su talento como adaptador cinematográfico (recuérdese la espléndida versión de, entre otras, El grito de la lechuza, según Patricia Higlismith). Pero no es menos cierto que, con los años, su cine se ha hecho sabio, el sofisticado producto de un gourmet de la vista y el estómago, de un hombre para el cual rodar es casi como respirar. O como degustar, tanto monta. Por cierto, y para terminar, una pregunta dirigida a los editores españoles: ¿para cuándo una versión de las jugosas, deliciosas memorias chabrolíanas, Et pourtant je tourne, que permanecen insólitamente inéditas chez nous?

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