Arte, hipocresía e Iglesia
El autor plantea la gestión del patrimonio catedralicio español a partir del destino definitivo de El Calvario, de Juan de Juni, y los cambios de retablos en varias catedrales
He leído con mucho interés en EL PAÍS (30 de enero pasado) la noticia y el debate surgido en torno al destino definitivo del Calvario de Juan de Juni, el gran escultor del Renacimiento español, que hasta hace poco se encontraba en el palacio de los Águila de Ciudad Rodrigo. Sin entrar ahora en cuál sería el destino más adecuado para este singular grupo escultórico, que por una parte lo solicitan los mirobrigenses y de otro lado parece estar destinado al Museo Nacional de Escultura de Valladolid, sí que deseo llamar la atención sobre el curioso ofrecimiento del obispado de Ciudad Rodrigo, que lo reclama para él, señalando para su colocación la capilla mayor de la catedral.Parecería que nada hay que objetar; sin embargo, abogo por el museo vallisoletano o por otra institución de Ciudad Rodrigo antes que por la fórmula que brinda el obispado. ¿Por qué? Pues porque la desdichada desnudez de aquella capilla mayor, que ahora se quiere paliar con el Calvario de Juni, se debe precisamente a la eliminación y venta en su día, por el obispado, del retablo mayor que allí estaba, obra de Fernando Gallego y joya hoy del museo de la Universidad de Tucson (Arizona). Así, sin mediar robo ni desamortización, se han ido vendiendo o saliendo del país otras muchas piezas capitales del patrimonio catedralicio, como la célebre reja de Valladolid, asombro de los visitantes del Museo Metropolitano de Nueva York.
Alguien podría decir que esto ocurrió hace años, cierto, pero no es menos verdad que la actual eliminación de los grandes retablos catedralicios, coros y rejas, entre otras muchas obras que son testimonio histórico de la fe de pasadas generaciones y patrimonio de los españoles -según dice, sin dejar lugar a dudas, la Ley del Patrimonio Histórico Español de 1985-, sigue empobreciendo de modo lento pero seguro esta noble herencia que muchos no se merecen. Se trata de un proceso iconoclasta, surgido en un conocido grupo de la propia Iglesia española, que nada tiene que ver con exigencias litúrgicas ni con el Concilio Vaticano II, que, justamente, advierte de la necesidad de conservar todo este precioso legado.
¿Dónde y cómo está la reja mayor de la catedral de Ávila, desmontada hace años para televisar circunstancialmente una misa dominical? ¿Sabe el lector que los confesionarios de la catedral de Valencia se hicieron con la madera de su extraordinario coro? ¿Conoce el muy siniestro y reciente desmantelamiento del retablo mayor de Forment en la catedral de Santo Domingo de la Calzada para colocarlo en otro lugar, desmontando otro magnífico que allí estaba, rompiendo la galería gótica en alto del andén y haciendo de la tribuna del órgano un balcón para la casa parroquial?
Necesitaría varias páginas para enumerar los desmanes que se avecinan, favorecidos en muchos casos por el flamante Plan Nacional de Catedrales, que algunos han entendido como dinero público para privados e injustificables caprichos, pese a que esta observación moleste a los responsables políticos de su gestión. Así, hace unas semanas, el obispo de Salamanca dice haber tenido un sueño de verano viendo "limpia" la catedral, no de polvo y barro, sino de otro tipo de suciedad como es el coro de Churriguera, con las imágenes de Juni y sus dos formidables órganos, rejas y demás zarandajas.
A su vez, el obispo de Segovia, que ya manifestó su deseo de eliminar el retablo mayor de Sabatini en la catedral, así como sus excelentes rejas y coro (desguace general proyectado por el mismo arquitecto-sacerdote que tan duros golpes ha infringido al patrimonio eclesiástico riojano), parece proponerse cerrar el museo diocesano, montado en el palacio episcopal antes de que él llegara, con mucho esfuerzo, pocos medios y gran inteligencia. De hecho, ya no se puede visitar la extraordinaria biblioteca del siglo XVIII, convertida hoy en una sala de ordenadores, todo un símbolo de lo que entiende por aggiornamento un amplio sector de la Iglesia española.
Esta situación, que la sufre de un modo muy especial y directo aquella otra parte del clero catedralicio que se mueve entre la inteligencia y la obediencia, nos debería hacer reflexionar a todos sobre la actitud de la Conferencia Episcopal Española en relación con el patrimonio histórico-artístico. En efecto, pese a las cortinas de humo arrojadas por las Edades del hombre, el patrimonio histórico de la Iglesia en nuestro país deja mucho que desear respecto a su gestión y conservación. No existen criterios mínimamente compartidos, y así, mientras la catedral de la Almudena de Madrid busca un gran retablo para su presbiterio, en Santo Domingo de la Calzada se quita de la capilla mayor el extraordinario retablo de Forment porque contribuye a la "desliturgización de la catedral" (sic), convirtiendo aquel ámbito en un "salón de actos" (La Rioja, 30 de agosto de 1996).
Ya sabemos, por desgracia, que cada diócesis, obispo y consejo presbiteral tienen pareceres distintos y aconsejan a sus prelados de forma muy diferente, pero parece llegado el momento de racionalizar mínimamente la puesta en valor de todo este conjunto patrimonial catedralicio, sin duda el más poderoso de Europa, con motivo del Plan Nacional de Catedrales, iniciado bajo el Gobierno socialista y firmado por la Iglesia con el Gobierno de José María Aznar.
La Conferencia Episcopal debería renovar su comisión de patrimonio, absolutamente inoperante, que dice no enterarse de los hechos enunciados más arriba -lo cual, además de grave, resulta difícil de creer- y que ha empezado a publicar una revista con artículos como el dedicado a la catedral de Tokio, bella obra de Kenzo Tange de los años sesenta, mientras que nada dice, por ejemplo, del inminente desguace del histórico presbiterio de la catedral de Girona, con la silla o cátedra más antigua in situ de la Iglesia española y, probablemente, de Europa.
La otra parte firmante, el Ministerio de Cultura, debería igualmente fiscalizar seriamente todo un delicado proceso que cuenta con una muy importante inversión, salida del bolsillo de los españoles, y exigir de la Iglesia una actitud menos impositiva y más dialogante, poniéndose de acuerdo, para empezar, en el número de catedrales que existen en el país, esto es, cuántas y cuáles. No es de recibo que a estas alturas la Conferencia Episcopal contabilice más catedrales que las que históricamente son, al tiempo que se incluyen entre ellas la Sagrada Familia de Barcelona -que jamás fue pensada como catedral por Gaudí ni por los barceloneses-, la Magistral de Alcalá de Henares o la antigua parroquia de la Magdalena de Getafe.
No niego que ahora, por decisión de la Iglesia, éstos y otros templos hagan las veces de sedes diocesanas, pero de ahí a acogerse a unos fondos que específicamente están concebidos para atender al complejo legado patrimonial de conjuntos como el de las catedrales de Santiago, Burgos o Toledo, va un abismo y descubre unos intereses del todo discutibles. Una cosa es que aquéllas sean hoy canónicamente catedrales y otra muy distinta que, desde el punto de vista histórico-artístico, tengan interés como tales. Me parece muy bien reparar la torre de Alcalá de Henares, pero me interesa mucho más salvar el archivo de la catedral de Astorga, cuyos documentos, sencillamente, se deshacen entre los dedos.
Entiendo que no sea éste el orden de prioridades desde el punto de vista eclesial, pues nunca la Conferencia Episcopal se ha propuesto hacer una valoración general de las necesidades reales de su patrimonio cultural, pero, como ciudadano, parece razonable exigir, a la Administración y a la Iglesia, un planteamiento que supla la más que deficiente gestión del patrimonio catedralicio español.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.