_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Historia y 98

Aunque no sea ni mucho menos un error, no creo que deba asociarse la figura de Menéndez Pidal,(1869-1968) a la generación del 98. Que su idea de España -Castilla, origen de la nacionalidad española; el Cid, arquetipo del espíritu nacional castellano- tenía puntos en común con la obsesión por Castilla de los hombres del 98 es evidente. Pero ni su personalidad ni su talante intelectual coincidían en modo alguno con los que se suponef ueron elementos definidores de aquella generación: autodiactismo, subjetividad apasioada, egolatría, conciencia generacional (e inicialmente, cierta afinidad personal), negatividad, patriotismo crítico y desengañado. Menéndez Pidal era un hombre sereno, de vida retirada y tranquila, de estilo intelectual y moral mesurado y discreto, un hombre sin vanidad, y un historiador y filólogo de erudición y rigor excepcionales, con una idea positiva y afirmativa de España. Menéndez Pelayo, persona que suele citarse como antecedente y maestro de Pidal y que, a diferencia de éste, era una personalidad combativa, desordenada y hasta arrebatada, dejó algunas grandes intuiciones, pero ninguna tesis duradera. Menéndez Pidal, en cambio, junto a algún libro desafortunado (Las casas) y una visión global de la historia decididamente equivocada -continuidad de un hipotético espíritu nacional españoles de la romanización-, dejó un número altísimo de aportaciones monográficas esenciales (sobre los orígenes del español, el romancero, la poesía épica, el reino de León, los orígenes de Castilla).Pero, en efecto, los hombres del 98 y Pidal -y enseguida, Ortega, Sánchez Albornoz y Américo Castro- pensaron y escribieron obsesivamente sobre España y su historia. Según Julián Marías, España habría tomado así posesión de sí misma. No le falta razón. Antes del 98 lo que se sabía de España era pura retórica sentimental y patriótica: Covadonga, Guzmán el Bueno, Otumba, Lepanto, el Dos de Mayo. La literatura del 98, la obra de Pidal, pudieron re-inventar la historia de España y hasta crear nuevos y peligrosos mitos, y en especial el mito de Castilla como clave de la nacionalidad española; pero al menos dieron a los españoles una conciencia menos grandilocuente y estúpida de la historia de su país.

El problema fue que esa visión histórica implicaba una suerte de reflexión metafísica sobre el ser, el alma, la significación histórica de España, una visión esencialista de ésta, desde la perspectiva además -en la generación del 98, no en Menéndez Pidal- de que España no era sino un fracaso como nación, y su historia, la historia de una interminable decadencia. Metafísica, brillantes metáforas (España como problema, como preocupación), hicieron desde luego Ganivet y Unamuno, sin duda Ortega, en buena medida Sánchez Albornoz (España, enigma histórico) y Américo Castro (España, "vivir desviviéndose"), y menos, pero también, Menéndez Pidal.

En alguna ocasión se ha reprochado a mi generación -nacida en la década de 1940- no ocuparse ya del problema de España. Pero eso no es cierto. Lo que ha ocurrido es, primero, un cambio en el pensamiento historiográfico, que desde los años cincuenta pondría el énfasis en la doble dimensión económica y regional de la historia española, cambio que es convencional ya asociar a la obra y personalidad de Vicens Vives (1910-1960); y segundo, un desplazamiento del interés historiográfico hacia el conocimiento de los siglos XIX y XX, por entender que fue en esos siglos (y no en Recaredo ni en el Cid) donde deben estudiarse los orígenes de los problemas de la España contemporánea: la revolución liberal, los pronunciamientos militares, el atraso económico, la construcción del Estado moderno, el caciquismo, el 98, los nacionalismos, la guerra civil. Tal perspectiva podrá ser errónea y hasta empobrecedora. Desde luego, cualquier historiador contemporaneísta envidia (o debiera hacerlo) la formidable erudición que exigen obras como las de Albornoz, Castro y Pidal, y la ambición de sus proyectos historiográficos, y reconoce la vigencia que, a todos los efectos, sigue teniendo la historia de los siglos X a XVI, sin duda los siglos en que fueron gestándose, cristalizando y transformándose la lengua, el Estado, la nación y la nacionalidad españolas.

Pero el análisis contemporaneísta encierra perspectivas no menos relevantes. Toda la historia contemporánea gira desde la década de 1960 en torno a una preocupación dominante: las peculiaridades de la revolución liberal española, el fracaso de las distintas experiencias democráticas del país, los problemas para la construcción de un orden democrático estable y duradero. Parecería incluso que hemos terminado por sustituir un mito -Castilla y su centralidad en la forja de España, la obsesión del 98- por otro no menos determinante: el problema de la democracia en España.

La perspectiva, en cualquier caso, no puede ser más diferente. La historiografía española, inspirada no sólo por Vicens, sino también por Carande, Caro Baroja, Domínguez Ortiz, Maravall, Artola (y para algunos de nosotros por Raymond Carr), se despojó hace ya tiempo de todo esencialismo nacional y colectivo a la hora de entender la historia del país (esencialismo, por cierto, tan palmario en Américo Castro como en Albornoz y Menéndez Pidal, aunque se pretenda otra cosa y por más que las tesis de Castro -que lo español se constituyó a partir del siglo XIII, no antes, por la convivencia antagónica de judíos, moros y cristianos- resulten, si no definitivas, al menos en extremo provocadoras, atractivas y estimulantes). Por ejemplo, aunque discreparan sobre su antigüedad y realidad, Menéndez Pidal, Albornoz y Américo Castro creían en la existencia de una identidad española en la historia. Hoy nos resultan más cercanas y certeras las tesis de Caro Baroja al respecto: que toda identidad nacional es por definición una identidad abierta, variante y dinámica. Por venir a la historia contemporánea, en la primera página de su España. 1808-1939, Raymond Carr escribía: "Sería erróneo, sin embargo, adoptar como clave de su historia la imagen de la España inmutable, inmóvil, que difundieron por Europa los literatos viajeros del movimiento romántico".

Juan P. Fusi Aizpúrua es catedrático de Historia de la Universidad Complutense de Madrid.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_