Faulkner, mentiras y cintas grabadas
El presidente Clinton es capaz de recitar de memoria párrafos enteros de Faulkner. Eso no quiere decir necesariamente nada, pero sí puede quizá significar algo. Reagan no pasaba de las novelitas policíacas, y, desde luego, eso pudo significar muchas cosas, entre ellas el respaldo a los Videla y tutti quanti. A Clinton le preocupan las pensiones, la sanidad y la educación pública, y acaba de comprometerse a destinar el probable superávit presupuestario a inversiones en tales materias. A lo mejor Faulkner ha tenido algo que ver.Y estando en éstas y casi en el ecuador de su segundo mandato, he aquí que una bruja; encargada por un inquisidor llamado fiscal, consigue grabar a una muchachita, sin su consentimiento, la supuesta confesión de sus relaciones con el presidente: gran pecado, en todo caso, el de seguir "la natural inclinación", como decía Lope de Vega. La hipocresía puritana proclama que no se trata de esto, sino de que el presidente ha sido perjurio al mentir sobre estas relaciones. Y uno se pregunta qué tendrá que ver el amor a la celeste carne femenina con la verdad, la mentira, el perjurio y todo eso tan grave y tan solemne.
El hecho es que a Clinton lo quieren destruir porque es bastante menos reaccionario que sus oponentes. La filantropía clintoniana, que de ahí no pasa, es criptocomunismo para la extrema derecha americana, que tiene ahora la oportunidad de devolvérsela a los demócratas por el escándalo del Watergate, que acabó con Nixon. Tal fue, en última instancia, la clave de la destrucción de los Kennedy. Eran una oligarquía y eran anticomunistas y nada socialdemócratas, pero no les gustaban la discriminación racial y el ahogamiento de los pobres en su pobreza. Esta saga de presidentes filantrópicos ha existido en América y casi siempre ha pagado cara la osadía de humanizar algo el capital. A Lincoln lo mataron por antirracista; a John Kennedy, por lo mismo, más o menos; a Robert Kennedy le helaron el cerebro cuando corría hacia el Despacho Oval con las manos sucias de tantos nombres oscuros de gánsteres y camioneros; a su hermano Edward lo laminaron por un desastrado adulterio, que parecía inaugurar ya los nuevos tiempos de acecho a las alcobas, de los que, sin embargo, se libró John Kennedy, a cuyo lado Clinton no pasa de ser un pío congregante de san Luis Gonzaga. Entonces las alcobas se respetaban todavía.
Ahora es la edad del allanamiento de las habitaciones privadas, del santo, santo, santísimo matrimonio, de que el césar, y no sólo su mujer, ha de ser y parecer Simón el Estagirita. Vamos hacia la Edad Media y la televisión es la plaza pública donde se yergue, siniestra como siempre, la picota. Los puritanos de aquí insisten también en lo de la mentira, pero ¿qué tendrá que ver la verdad o la mentira con irse o no irse con una señorita a gustar de la "natural inclinación"? ¿Qué le importa a un tribunal lo que un hombre y una mujer adultos hagan a solas? La intimidad no puede estar sujeta a la pública vindicta. Ningún fiscal, ningún juez, nadie, puede ni debe entrar en ella, salvo que queramos darles vía libre a los nuevos inquisidores. La cama de uno es la de uno. O la de dos. O la de tres. O la de más. Y allá el propietario de la cama con su santa esposa, con su compañera o con quien sea.
Cerrar las puertas de las alcobas ajos ojos de los jueces e inquisidores es un acto de higiene y civilización. "Honra es aquella que consiste en otro", definió también Lope de Vega. Pues mucho ojo con la España que nos están filtrando aquí, poco a poco, las revistas de las vísceras y sus tentáculos televisivos. Como estas revistas descubran un día que los líos de la clase política también venden, podemos asistir a fastuosas verbenas de votos y corazones. El clima se está calentando poco a poco, de modo que cuidado con que no se nos vuelva a colar esa honra de la que tanto sabemos por aquí. Hemos sido mucho tiempo el "país del qué dirán", y la España de Puerto Hurraco sigue palpitando. Mucho cuidado con esa honra que niega la soberanía del individuo, abre las casas al viento de la calle y nos somete al ojo ávido de un dios infinito en su capacidad de venganza.
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