La nueva lectura del mundo
Si alguna repercusión debiera tener un acontecimiento simbólico como el fin del segundo milenio de la era cristiana es la de ofrecer la oportunidad de poner en práctica una nueva lectura del mundo. El balance del siglo XX, además de aconsejarla, la facilita: junto al impresionante botín de creaciones y catástrofes provocadas por el hombre, se ha consolidado una escenografía planetaria que obliga a un diálogo sin precedentes entre las distintas tradiciones y mentalidades.La comunicación, la tecnología y la representación total han modificado profundamente nuestra imago mundi, no sólo física, sino también psicológica, adentrándonos, paralelamente a la anunciada aldea global, en una metrópolis tribal que, si hace del mundo una sola ciudad universal, multiplica ilimitadamente sus barrios con una eclosión de matices y diferencias que permanecían ignorados, postergados o silenciados.
Desde una óptica europea, o, si se quiere, occidental, el mundo ofrecía hasta hace poco lecturas más asequibles. Poseíamos, sobre todo a partir de la Ilustración, pero quizá ya con Giambattista Vico, un canon de lectura, por así decirlo, que, si bien ha variado con el paso de los tres últimos siglos, ofrecía sólidas pautas de orientación para atravesar la historia y, en consecuencia, para presumir el futuro.
Los grandes relatos ideológicos modernos adelgazaron este canon de modo peligroso, en especial durante el siglo que ahora termina: en su primera mitad,con la experiencia de los totalitarismos, y en su segunda, con lade la bipolaridad alimentada por la Guerra Fría. Tanto en un caso como en el otro se propiciaban las lecturas más esquemáticas del mundo, y así lo continuarán haciendo, sin duda, los fundamentalismos, los dogmatismos utópicos y los integrismos. Los detentadores de la perfección, o de la verdad, o del bien, necesitan lecturas fáciles para sobrevivir o imponerse.
Pero el siglo XX de la era cristiana acaba, afortunadamente, con el resquebrajamiento del canon, bien reflejado hace pocos años en el resquebrajamiento, y posterior derribo, del Muro de Berlín, aunque no menos en los otros resquebrajamientos más lentos e imperceptibles que integran la atmósfera finisecular. Las últimas guerras del Siglo de las Grandes Guerras, dispersas por cuatro continentes, están impregnadas por la violenta dinámica entre globalización y tribalización, haciendo aflorar motivaciones religiosas, espirituales o étnicas que el canon moderno había recluido en el olvido. ¿Quién hubiera podido pronosticar, cuando el mundo se leía desde el mundo libre o desde el mundo igualitario, que la última guerra europea del siglo sería tan tribal como ha sido la de Yugoslavia? ¿Quién hubiera podido pensar que el futuro está tan lleno de pasado?
Ampliadas las grietas hasta provocar sucesivos derrumbamientos, la lectura del mundo seha hecho más difícil, pero también más rica. En lo sustancial, el canon de lectura con que se inicióel siglo XX es ya inservible, incluso para aquellos que quisieran reducir el mundo a lo que ve la mirada occidental. No creo que debamos lamentar esta pérdida puesto que pasar página, la revolución más auténtica que pueda concebirse, es una tarea compleja pero singularmente seductora.Ahora bien, pasar página, leer denuevo el mundo de acuerdo con lo que el mundo, entre destrucciones y creaciones, expresa ante nuestro asombro -o nuestro entusiasmo, o nuestro miedo- ex¡ge, al unísono, un cambio de disposición y un cambio de escenario. Exige, en otras palabras, despojamos de ideas que parecían sólidas pero están obsoletas para abrimos a otras que ignorábamos, despreciábamos o, simplemente, temíamos. Pasar página exige una nueva paîdeia adecuada al nuevo escenario.
El futuro será distinto de lo que creíamos, o de lo que creían, según los cánones de lectura elaborados por el pensamiento occidental en los últimos siglos. Aunque pueda parecer una paradoja, esto prueba que también el pasado será distinto de lo que habíamos creído. Poner en práctica, y no sólo encerrar en la teoría, la nueva lectura del mundo, construir una paideia para nuestra época, supone afrontar la doble perspectiva de una indagación crítica, tanto en la universalidad de la ciudad cuanto en la multiplicidad de sus barrios. Roto el canon, los datos y los enigmas son, desde luego, vertiginosos. Habrá que prestar, por tanto, suma atención a todo nuevo descubrimiento (la duplicidad de culturas, "científica" y "humanística", pertenece al canon inservible). Entre ellos adquiere especial valor el descubrimiento de nuestro nuevo pasado, por el cual pocas cosas inmutables continuarán siendo inmutables.
Si pertenecemos al tiempo de la representación total, mediante la que todas las imágenes del planeta se reflejan en una pantalla única, también por primera vez, y en una paulatina igualdad de condiciones, asistiremos a la confluencia de tradiciones culturales hasta ahora excluidas u oscurecidas entre sí. De ser así, como sería de desear, la riqueza de la lectura producirá una relativización de cualquier tipo de identidad. Los momentos fundacionales, sobre los que tanto se han apoyado los cánones de lectura, quedarán asimismo en entredicho.
Cuando las culturas que, a falta de mayor rigor, hemos llamado "orientales" -y que en nuestros manuales de filosofía o de arte continuamos llamando así- vuelquen sobre el escenario palabras paralizadas por siglos de decadencia, cambiará el significado de nuestras identidades y de nuestros momentos fundacionales. También en este aspecto, el vira e del siglo XX ha sido innovador: en sus inicios, los textos "orientales" eran editados por las universidades europeas, mientras que ahora las universidades de la India, China, Japón o los países islámicos publican ediciones rigurosas de sus fondos filosóficos y literarios. Pronto, para nuestra admiración, las tragedias griegas vivirán juntamente con los Upanisads, y quizá dentro de unas décadas los lectores pasen con extrema facilidad de unas a otros.
Estas inminentes encrucijadas, al concernir al futuro, concernirán al pasado, modificando las imágenes de nuestras historias colectivas y de nuestras creencias. No podremos seguir explicándonos a nosotros mismos como cuando poseíamos los cánones de lectura anticuados, y deberemos sumergirnos en un remolino de visiones desconcertantes y fecundas, en el que se demostrará, como si fuéramos Edipo, que vivimos nuestra civilización entre las falsas identidades consagradas y la revelación de nuestras dislocaciones culturales. El futuro híbrido nos revelará un pasado igualmente híbrido: los orientes aflorarán a cada momento de lo que hemos llamado occidente (en la "polémica de Humanidades", dicho sea de paso, se ha entablado una guerra de identidades, en lugar de apostar por una desarticulación autocrítica de las mismas como único camino de acceso a la pluralidad del presente).
La nueva lectura del mundo que, entre indiscutibles desastres, nos ha liberado el siglo XX puede ser menos desconcertante de lo que ahora nos parece si somos capaces de leer, más libremente y más pluralmente, también menos arrogantemente, nuestro pasado. Además, con toda probabilidad, esto alejará los cantos lastimeros y los sones fúnebres ("muerte del arte", "muerte de la filosofia", "muerte de la historia" y otras muertes) no sólo porque rememoraremos otras tantas resurrecciones, sino, de un modo muy especial, por la excitación propia del lector al cambiar de página.
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